Dicen que no hay bebé feo, y probablemente es cierto, aunque solo sea porque a un animalito así lo vemos tan desvalido y vulnerable que tendemos a dotarlo de todo tipo de gracias y virtudes: la estética, una de ellas. Hasta los más arrugaditos y con puchero permanente resultan graciosos, incluso si objetivamente pasan más por patata vieja que por humano neonato.
Pero me pareció ver hace algunas fechas al bebé más feo del mundo, mientras rebasaba a una pareja joven portando el clásico carrito de niños. La tendencia natural antes apuntada me hizo mirar de reojo al interior del vehículo durante unos segundos. Y les juro que me llevé un susto morrocotudo, porque «aquello» más parecía un feto de jabalí que un crío. ¡Joder, vaya ejemplar! Ni por asomo les comenté nada a los padres, orgullosos ellos como dos claveles reventones; normal, un hijo es un hijo, y la estética un valor subjetivo. Y si el chaval sale feo de cojones ―y del resto del cuerpo―, pues se le ha de querer igual, y hay de aquel que ose lanzar una indirecta, pues se las tendrá que ver con ambos progenitores. Yo haría lo mismo, naturalmente.
Rebasado el trío, entré en la mercería de mi calle a hacer una compra, y al salir me percaté de que la familia volvía a estar delante de mí. Y esta vez decidí rebasarles, pero mirando con mayor desparpajo y atención al interior del carrito, no fuera que la vez anterior viera yo lo que no era por mirar solo de reojo. Así lo hice. Y, en efecto, aquello no era lo que yo supuse en mi primer adelantamiento. Yacía allí, medio dormido, pero atento a los ruidos de la calle, un perrillo peludo, de ojos claros, cuya mirada se cruzó con la mía, y me pareció apreciar en ella una suerte de interpelación no verbalizada: “¿Es que no has visto nunca un perrete en una carrito para bebés?”.
Efectivamente, yo lo había visto de cuando en cuando, en casos de canes abuelitos, o con movilidad reducida, por la razón que sea. Me parece un acto de amor facilitarle la vida al Toby de turno, ya ancianito, o a la Luna con serios problemas de cadera por un maldito atropello cuando era perra abandonada. ¡Solo faltaba!
Pero me cuentan que en las grandes ciudades (se queda la mía en mediana) es relativamente habitual observar perros y hasta gatos en los referidos cochecitos, mas no porque tengan necesidad física de ello, sino por una suerte de esnobismo de los dueños. Y sobre tan particular comportamiento quisiera reflexionar el resto del artículo.
En mi larga trayectoria como militante creía haberlo visto casi todo en materia de excentricidad animalera: collares de trescientos pavos, trajecitos bordados con hilo de oro (o eso me dijo la propietaria, estirada como una garza), sin olvidar los chubasqueros con gorro más grande que el propio traje, que nunca se usa, obviamente, por razones estrictamente anatómicas. Y me reitero en lo de “casi todo”, pues el tiempo siempre te reserva un penúltimo capítulo en el camino de lo absurdo.
O sea, debo entender que ahora se ha puesto «de moda» llevar en carrito al perro o al gato 'normal', es decir, con plena capacidad física. Pues vale, me lo apunto. Engrosará tan particular fenómeno el ya demasiado largo listado de idioteces que cometemos los animalistas (el nombre me pareció adecuado en su momento, y ahora ya no tanto, por razones que no procede explicar aquí).
Recuerdo aquel colectivo que llegó a hacer un comunicado de prensa denunciando el “asesinato de medusas”, porque los operarios municipales de no sé qué localidad mediterránea retiraban los ejemplares llegados a la playa y los amontonaba en un extremo de la misma. O los tan populares «santuarios» actuales, donde no se suelen admitir animales carnívoros, limitando sus inquilinos a especies que puedan tocar el corazoncito en el calendario anual de turno. ¿Es que las culebras y las arañas peludas no tienen sincero interés por las sensaciones agradables, y rechazan las desagradables? Pero claro, queda mejor para la sesión fotográfica el cerdito rosado comiendo relucientes manzanas que la víbora hincando el colmillo en el adorable pollito. Con declararnos veganos y antiespecistas, creemos tener ganado el cielo en la tierra. Y lo tenemos, ciertamente, porque siempre estará el gurú adoctrinando a la cuadrilla de voluntarios, encantados de haber pasado un verano en el Edén, una suerte de limpieza espiritual, para afrontar con el ánimo medio restaurado el resto del año en la criminal sociedad consumista. Percibo que unos y otros nos engañamos a nosotros mismos sin apenas percibirlo. Pero no soy yo quién para apuntar nada a nadie, porque acaso el engañado sea yo, y porque aquí ya somos mayorcitos como para tener que aguantar sermones de adanistas sectarios.
Pues ya ven cómo empezó el artículo, y cómo acaba. Más de uno se habrá echado unas risas con los primeros párrafos, y habrá acabado haciéndome una misa negra al ir mutando hacia la herejía, por ver en mí una suerte de quintacolumnista de la defensa animal, dado que en estos tiempos locuelos has de someterte a un constante examen de pureza de no pocos animalistas con carné gold, que a nadie se exigió durante décadas. Pero son los tiempos, que cambian una barbaridad, como diría don Hilarión en La Verbena de la Paloma.
Pues sí, existe hoy, groso modo, un animalismo racional y un animalismo desnortado, asumiendo este que el apareamiento aviar se basa en una violación machista. Y nadie osa decir nada en el ámbito proteccionista, no sea que le apliquen a uno en la solapa la escarapela de «bienestarista», «mascotista», sin descartar la de «fascista reaccionario», pues dicha etiqueta sirve ya para todo, qué más da, una vez digerida cual píldora roja.
Será que un servidor se va haciendo viejo ―cierto es en cualquier caso―, pero respecto al ideario que condicionó [casi] toda mi vida, prefiero seguir adherido al principio del sensocentrismo. Me resulta mucho más sencillo aplicar tan simple lógica como esta: “Si en tu mente está causarle daño gratuito, aléjate de él”. ¿No piensan?
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