“La persona que sigue a la multitud, normalmente no irá más allá de la multitud. La persona que camina sola, probablemente se encontrará en lugares donde nadie ha estado antes”, Albert Einstein.
Occidente se enfrenta en la actualidad a una de las más graves crisis de su historia. Tanto las instancias que detentan el poder, como una buena parte de su sociedad, se están dejando impregnar por un viejo modelo de la concepción del ser humano, y de su existencia sobre el planeta que habita. Un insólito patrón que perturba la propia concepción de sí mismo, e ignora deliberadamente su propia evolución antropológica y cultural en el transcurso de los tiempos. Un esquema, tan increíble como trascendental, que para imponerse a partir de cero, desconoce cualquier realidad histórica y científica que se le oponga.
Los predicadores de este viejo credo de hace más de 200 años, han decidido imponerlo con sectario arrojo para derribar todos los pilares de nuestra milenaria civilización —entre ellos la justicia y la libertad que tanto dicen defender— para imponer su pensamiento único, nombre con el que lo acuñó Schopenhauer en 1819. Más tarde, el laureado catedrático español, Ignacio Ramonet, una de las figuras principales del movimiento antiglobalización, introduciría el término en el ideario de izquierdas contra el fenómeno neoliberal.
En España, desde que los que basándose en el texto fuera de propósito de una sentencia, reprobado y anulado posteriormente por el Tribunal Supremo, oportunistamente, consiguieron satisfacer sus narcisistas ambiciones de acceder a la Moncloa, la situación a la que han llevado al país, es francamente grave en el presente, y mucho más si pensamos en el futuro que nos aguarda.
“Con una mirada poliédrica —según palabras textuales de una de las ministras, y por tanto del propio Gobierno— pretenden cambiarlo todo: la organización de las empresas, el comercio, la cultura, la salud pública, la salud mental, el concepto de la democracia, los ingresos públicos —lo que sacan de nuestros bolsillos—, la sanidad, la dependencia, el tiempo, los cuidados, el malestar, los derechos fundamentales, el bienestar, el derecho a ser felices”…
En palabras de otros de los ministros o del propio presidente del Gobierno, nos han dicho que los hijos no son de los padres, los alimentos tenemos que desechar y por cuales hemos de cambiarlos, el menú con el que debemos alimentarnos, cómo, dónde y qué hemos de sembrar, a qué hora hemos de poner la lavadora o el lavaplatos, a cuantos grados hemos de regular la calefacción o el aire acondicionado, y llegando al mayor y más extravagante ataque a la inteligencia, de cómo se puede ahorrar energía, prescindiendo de la corbata.
Podría alargarme, y con el conjunto de ideas con las que intentan cambiar la cultura y hábitos de toda una sociedad, redactar toda una tesis doctoral —no plagiada—, de todos los preceptos que tratan de imponernos, unos por impregnación mental, y otros, a golpe de decreto ley. Pero no sería este el contexto apropiado para hacerlo.
Estas modestas reflexiones, basadas en la realidad de hechos innegables, que el gobierno, emulando a don Quijote en las referencias que al arte de la medicina le hacía a Sancho, presenta como si fueran el bálsamo de Fierabrás, solo pretenden dejar constancia de las graves consecuencias que los mismos representan de cara al futuro modelo de vida inmediato que pretenden imponer.
El pensamiento único tiene como propósito acabar con la libertad de raciocinio y pasar el intelecto por una trituradora para que todos pensemos igual. Cambiar la característica que distingue al ser humano a ser diferente. Convertirnos en robots. En clones de una sola idea, un único concepto. Parece una pesadilla de ciencia ficción. Al que no acepta sus dogmas, lo consideran un potencial enemigo que intenta liquidar su disfrazado cuento de hadas, y utilizan cualquier recurso a su alcance, legítimo o ilegítimo, real o inventado —eso da igual— para acabar con él; para que el acosado termine por sentirse tan solo como un náufrago en medio del océano, luchando por sobrevivir. Es el precio a pagar por tratar de ser libre.
Para alejar de sí mismo esta sensación, solo tiene que hacer una cosa: llamar a la puerta de aquellos que están en contra de la libertad de cada uno de nosotros, de los que viven esclavos del sonido de sus propias palabras; de los que solo contemplan su propio camino, y decir: - Por favor, déjame entrar y viviré como tú quieras que viva. Pensaré como tú quieras que piense. Solo así, las puertas del imaginario paraíso prometido, se le abrirán, y nunca más volverá a sentirse solo. Eso sí: se habrá traicionado así mismo, y comenzará a recorrer el camino de un falso progreso, que para siempre, le conducirá a la nueva esclavitud de nuestros tiempos.
¡Alabada sea la noche de la ignorancia! Una vociferante minoría, que por todos los medios intenta controlar cualquier medio de comunicarnos, conducirá el futuro de las nuevas generaciones a los altares de la confusión. Invirtiendo el proceso racional del ser humano, a veces, de forma tan obscena y esperpéntica, que es capaz de hacerle creer que las estrellas son galletas que están en el espacio para que se las coma.
Pretenden imponer una nueva organización de nuestras vidas, sin darse cuenta, que cuando destruimos aquello que decimos querer salvar, solo queda el vacío. Nos ofrecen una decepcionante falsedad, bajo la apariencia del dorado cáliz de la esperanza; nos prometen el edén, mientras nos conducen a la miseria. Gran fiasco, porque los requisitos para alcanzar tan ilusorio paraíso, son, el fanatismo, la ignorancia, la división, el enfrentamiento y el odio.
La peculiar imbecilidad de los tiempos que vivimos, establece un filtro de moralidad del comportamiento humano, según el cual, se sentencia arbitrariamente, lo que es bueno o es malo, lo que conviene o lo que perjudica, lo que debemos tener presente y lo que hemos de borrar de nuestra pupila.
Cada día constatamos, como necedades del mayor calibre, las convierten en leyes de obligado cumplimiento, sin tener en cuenta, que una mala ley es como un virus que se propaga y destruye a todo el que tiene contacto con él. Así se impone una forma de pensar del individuo, y así se configura un nuevo comportamiento de toda la sociedad.
Si se prohíbe enseñar en las aulas la realidad de un pueblo, se crea un vacío en la mente de los alumnos que permitirá sustituir los deseos por la evidencia; la mentira por la verdad. Se impregnan las mentes de las futuras generaciones con las nuevas doctrinas. Si son capaces de una cosa, lo serán de otra, porque el fanatismo y la ignorancia han de generar una actividad permanente para alimentarse de sus propios despropósitos. Eso creará una brecha entre los que piensan, y los que se dejan conducir como un número más de la camada de un rebaño sumiso. Estas son las mentes que hoy hacen las leyes.
Los parlamentos, se han convertido en mercados de groseras ilusiones, pregonadas por toscos fabricantes de humos de refulgentes colores. Normas agriadas recubiertas de almíbar, que convierten en decretos leyes de obligado cumplimiento. Brillantes envoltorios con envenenado contenido, que tienen por objetivo someternos al yugo de su dominio, mediante las engañosas alas de una libertad que jamás nos dejarán alcanzar.
Una idea es un monumento infinitamente más poderoso que la más colosal obra llevada a cabo por cualquier ser humano.
Hubo un momento en la historia de la humanidad en el que brilló con gran fuerza quizá la idea más noble que se haya concebido hasta ahora: La aplicación de la justicia para los oprimidos.
Su resplandor fue tan luminoso que la apagaron los mismos que la alumbraron. Los que hoy pretenden hacernos creer que defienden esa noble idea, son como un fantasma con una manga vacía señalando todo aquello espera y necesita… y nunca recibirá.
El viejo pensamiento paranoico del pensamiento único, es la columna vertebral de la cultura dominante entre las élites que detentan el poder. Ellas son las que están situándonos en un escenario tan peligroso, que en un futuro inmediato, podrían dar lugar a que se repitieran pasados errores de la historia.
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