Bueno, ya ha terminado el hartazgo electoral de 2015. En la noche del pasado día 20 todos estaban sonrientes, hasta los de esa izquierda que no se sabe si es plural, unida o desunida, pero que ha sido prácticamente fagocitada por Podemos, cuyo afán devorador ya se estaba cebando con un PSOE cada vez más desorientado y sin ideas, dirigido por un presidente que tiene a Susana esperando a darle la patada.
Más patético todavía es el panorama de un PP que no sabe otra cosa que proclamar su pírrica victoria, si bien, ni contando con los diputados de Ciudadanos (que estaría por ver) y algún diputado perdido más, está en condiciones numéricas de poder aspirar a formar gobierno.
Que los diputados separatistas apoyen a alguno de los dos bloques puede ser un coktail explosivo, si bien la izquierda podría dar lugar a ello, lo que sumiría a este país en una crisis verdaderamente profunda.
Si hay algo claro es que todos quieren el poder. Al fin y al cabo, el aparato estatal genera un número más que considerable de puestos muy bien, pero que muy bien remunerados para instalar a amigos y amiguetes. El poder central es, sin lugar a dudas, la mejor agencia de colocación, y eso lo saben desde Rajoy hasta Iglesias. Y eso es exactamente lo que persiguen. El modelo territorial, la política económica, social, educativa, sanitaria…, eso está en un segundo orden.
El problema es que las fuerzas están tan repartidas que no hay manera de ponerse de acuerdo. Probablemente sigan así hasta casi acabar con el plazo máximo tras el cual habría que volver de nuevo a las urnas.
Después de un año electoralmente agotador, parece que hemos terminado en tablas. En Alemania pasó algo parecido hace años y lo solucionaron sacrificando cada uno sus preferencias partidistas y poniéndolas al servicio del interés común. Aquí es improbable que se llegue a hacer lo mismo.
Parece, sin embargo, apropiado mirar a esos 9.100.000 votantes que se han quedado en casa. Algo debería decir a los políticos de todos los partidos con representación parlamentaria. En esos 9 millones están todos los que quizá en otras ocasiones votaron al PP, pero jamás volverán a hacerlo debido a la actuación de Rajoy en el tema del aborto. También hay muchos que hubieran votado PSOE, pero con un dirigente como Sánchez, similar a Zapatero pero en malo, es imposible hacerlo.
A esos 9 millones habría que haber sumado a todos los timoratos de la nariz tapada (se la llevan tapando varias décadas). ¡Qué espectáculo tan penoso! Gente que no vota lo que le gusta sino que vota a un partido para evitar que gobierne otro.
Yo vi por primera vez ese modo de votar en 1987, concretamente hablando con el que entonces era el secretario provincial de Almería del Partido Reformista Democrático. Yo pensaba que votaría a su propio partido, pero no. Me dijo que su voto iba a ir dirigido a causar el mayor daño al PSOE, y como quiera que veía que votando a su propio partido no lo iba a conseguir con la intensidad que deseaba, había decidido votar a Alianza Popular.
A mi me pareció aquello algo demencial, pero con los años he podido comprobar que es así como se hace la política en España. Que nadie piense que esta postura es propia solamente de personas esquinadas o malvadas. Me gustaría ver dónde han estado en estos meses los obispos españoles (salvo honrosas excepciones) en su labor de orientar a los católicos, no en materia política, sino en las implicaciones morales que tiene el actuar político de los cristianos.
Digo esto porque en las pasadas elecciones, sí había opciones políticas que defendían la vida sin ambages, o la libertad de educación, o la libertad de empresa, o la propiedad privada, y tantos valores humanos cuya defensa es para los cristianos una obligación moral.
Yo tengo la fortuna de haber votado en conciencia por una de estas opciones. Que no me venga ningún obispo quejándose en los próximos cuatro años de lo mal que está la moralidad de este país. El parlamento que tenemos es fruto de la fuerte crisis de quienes no tienen cojones para seguir su conciencia, que son la mayoría de los españoles, entre los que, afortunadamente, no me cuento.
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