En vísperas de la celebración del día de la Hispanidad 2022 tuve el gusto de asistir a una tertulia más del ya celebérrimo ciclo “La Rioja Poética”, el cual lleva liderando largo tiempo la inasequible al desaliento Rosario de la Cueva, por quien no pasa el tiempo, hasta el punto de otorgar verosimilitud a la posibilidad de que nos haya sido trasladada por no sé qué extrañas fuerzas desde el intersticio que media entre nuestros siglos XVIII y XIX, pues aúna la interfecta al tiempo rasgos de ilustrada y trazas de romántica a la manera de dichos tiempos, y ambos marbetes los despliega con simpar naturalidad, la que ha ido propagando en cada sesión de su ya veterana tertulia mensual, no en vano estamos ante toda una generadora de atmósferas líricas, ante una hostelera de la inefabilidad (a la que atiende con afabilidad, valga el aliterador giro, o sea).
Dechado de humanidad, no pudo menos que, al igual que el presidente del Centro Riojano (don José Ángel Rupérez), tener unas palabras de cariño para la malograda (el pasado veintidós de septiembre) diplomática colombiana Luz Elena Pérez Duque, que no mucho tiempo ha acudió a la tertulia en calidad de recitadora (el doce de marzo en concreto). Y, subsiguientemente, enunció unas palabras inaugurales de la tertulia y de la temporada que no me resisto a traer aquí por la encandiladora contrabasa discursiva que las sustenta.
Comenzó apuntando hacia el hecho de que no pudiera cerrarse la temporada precedente puesto que el COVID arremetió contra su ímpetu berroqueño y delicado alalimón, impidiendo que se materializase la epilogal tertulia, en la que iban a haber saltado a escena los poetas que en esta primera de la mentada nueva temporada al fin lo hicieron, motivo por el que De la Cueva agradeció la deferencia de estos, a los que conceptuó como “dos caballeros a la vieja usanza sujetos a un compromiso con la alta cultura”.
Y continuó su discurso de apertura refiriéndose a los dos poetas; al “poso reposado de su lucidez lírica [de ambos]; [a] la luz ambarina que ya ha atravesado el cristal de la extensa experiencia de una vida; [al] crisol de aquello que ha sido experimentado, sentido, pensado”. Y continuaba señalando acerca de estos lo siguiente: “Su obra lírica, indudablemente valiosa, nos rescatará acaso por una hora de la densa niebla de la vulgaridad que nos rodea y aprisiona cada día. Ellos están, como en el título de la revista que dirige Felipe Espílez Murciano, por encima de la niebla. La buena poesía tiene la facultad de acogernos, consolarnos, fortalecernos, redimirnos, purificarnos, como si de un manantial de virtudes se tratase, virtudes que, sin duda, posee la obra de ambos”.
Y, ciertamente, la tarde poética fue deliciosa, pues contó con dos grandes recitadores, anclados ambos en la más deliciosa tradición petrarquista. Destiló renacimiento el recital por ambos flancos. Sonó la tarde a Herrera, a Fray Luis, a tradición bien asimilada y a audaz despliegue de sendas voces personales, las cuales parecían al recitar lanzarse de un puente de sugestividad si bien amarrados con la cuerda elástica del oficio poético, destinada esta a mudar el presumible fatal desenlace en puro y vibrante “puenting” lírico. Ignacio Gómez de Liaño es, como lo fuera Herrera, un intelectual con inquietudes esenciales y existenciales las cuales torna en líricas conjeturas de inapelable hondura en el marco de sugerentes paisajes ecológico-espirituales. Felipe Espílez Murciano, como el gran jurista que es, a fuer de vate, codifica los sentires más en carne vida en versos que armonizan, de manera tan fascinadora como inaudita, las más intrincadas cogitaciones con el ritmo más dulcemente melodioso. En fin, un inmejorable inicio de temporada.
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