Llevo tiempo citando dos axiomas míos, uno político y otro diplomático, que constituyen una diarquía básica en el accionar nacional: “A pesar de contar con unas credenciales impresionantes o quizá por eso mismo, España a veces parece tener más dificultades que otros países similares no ya para gestionar sino incluso para definir y hasta para identificar, para localizar el interés nacional”.
Y en política exterior, lo que constituye casi una ley si no matemática desde luego que sí diplomática: “Hasta que España no resuelva o al menos encauce adecuadamente su en verdad harto complicado expediente de litigios territoriales, no normalizará como corresponde a laque fue primera potencia a escala planetaria y cofundadora del derecho internacional al más noble de los títulos, la introducción del humanismo en el derecho de gentes, su posición en el concierto de las naciones”.
Esa doctrina, esa ley diplomática, emerge crecientemente incuestionable, irrebatible, refulgente, impulsada por los principios, por su propia entidad y por una opinión pública ya madura en asuntos exteriores, en demanda de su puesta en vía de despegue, por activa, el Sáhara Occidental, por pasiva, Gibraltar, o por ambas, Ceuta y Melilla, a la búsqueda de la ortodoxia en cuestión tan cardinal, histórica e irresuelta, que no irresoluble.
Por mi parte, y amén de pedir por enésima vez una oficina para el correcto tratamiento de los tres grandes contenciosos, que cuando se tira del hilo de uno aparecen automática, inevitablemente, los otros dos, entrelazados casi como en una madeja sin cuenda, lo único que puedo hacer es practicar la técnica de la coyuntura y aprovechar cualquier incidencia para volver a la carga “con la brújula loca pero fija la fe” que diría Foxá. Pues bien, aparte de que prosigo sistemáticamente con los balances sobre nuestros contenciosos, donde el incremento del déficit resulta inocultable, la incidencia y de primer nivel, se ha producido con la neotérica posición de Madrid en el Sáhara, que contraviene la legalidad internacional y adolece del elemento ontológicamente constitutivo, el acuerdo entre las partes, y que ni la RASD ni Argelia, parte más que interesada, aceptan.
En los diferendos, una especie de contenciosos menores según mi clasificación no discutida, la nota dominante es la de la continuidad. En Las Salvajes, asentada la soberanía lusitana en superficie, por una diplomacia más ágil y menos condicionada que la nuestra, a causa de la entrada en la estructura militar de la OTAN, y descartado, ya sin eco, el antiguo intento superador desde Canarias de ir a un condominio, que yo mismo califiqué en su voluntarismo de “más bien tardío”, la controversia radica en la naturaleza de las islas, habitables o no, y de ahí a la extensión de las aguas circundantes ricas en pesca y potenciales en gas y petróleo, que han sido sacadas del limbo negociador por la incidencia de terceros, por las disposiciones unilaterales marroquí y argelina de aguas territoriales.
Obsérvese para calibrar debidamente el impacto, que sólo la ampliación rabatí afecta a las de Canarias, las de Ceuta y Melilla, y las del Sáhara. A recordar en este punto, la jurisprudencia negativa del Tribunal de Justicia de la UE sobre los acuerdos de pesca entre la Unión Europea y Rabat, de particular importancia para España que es la mayor beneficiaria. Madrid no puede seguir demorando la negociación general de las aguas jurisdiccionales, pendiente desde largo tiempo ha.
Aunque la problemática del islote Perejil, como la de los otras islas y peñones españolas en el norte africano, se incluye en la globalidad del contencioso, en el 2002 quedó en suspenso la cuestión de la soberanía, en la que ante una cierto que asaz improbable litigio jurisdiccional, procede reiterar que en nuestra opinión existe un mejor, no un único pero sí un mejor derecho de España.(Fuera de tema, claro, Perejil no es la isla Ogigia donde la ninfa Calipso retuvo a Ulises como tampoco el jardín de las Hespérides se encuentra en el vecino Larache aunque se hallaría no lejos).
Y Olivenza, controversia no jurídica ya que el derecho español resulta irrebatible, se inscribe en las relaciones de (buena) vecindad que en el caso de Portugal como con Iberoamérica tienen que ser siempre las mejores. La pretensión lusitana, impulsada por el Congreso de Viena, en 1815, “ante la justicia de la reclamación de Portugal”, que había perdido la villa en “la guerra de las naranjas”, se basa en consideraciones parajurídicas. Quizá pudiera sugerirse a fin de superar la incómoda situación reducida en la práctica a la cuestión cartográfica -la propiedad española no se reconoce en los mapas portugueses-la celebración de un referéndum, que según están las cosas, parece que arrojaría color español.
Por su parte, en los tres grandes contenciosos, en Ceuta y Melilla, el más complicado, se constata lo que vengo denominando “la hipostenia de la posición y el animus españoles”, ahora ante las maniobras en aumento sostenido contra las posesiones españolas de lo que he calificado como “diplomacia acelerada” de Mohamed VI, en aras de la reivindicación histórica e imprescriptible del reino alauita: “el tiempo hará su obra”, “la lógica de la historia”, que decía y escribía el dosificador de los tiempos con España Hassan II, a quien recuerdo en aquellos crepúsculos calmos y azules del añorado Rabat. Va de sí que las relaciones, la cooperación con Marruecos, son prioritarias y su tratamiento, el que corresponde por encima de lo coyuntural al vecino del sur, del que más allá de su reconocimiento como Estado en 1956,no habrá necesidad de traer a colación su condición de gran país magrebí, de reino antiguo (soy uno de los contados europeos que transformado en un distinguido sidi mudo como doble salvoconducto por mis amigos marroquíes, entró en el catafalco de Muley Idris).
Entre las 21 salidas, mejor que soluciones, en la adecuada terminología, que vengo asignando a la cuestión, en este resumen procedería enfatizar el principio de autonomía de los habitantes, eje fundamental de cualquier derecho internacional que se proclame moderno, bien entendido de que se trata de la población natural, no artificial como en Gibraltar.
Pues bien, cualquier exégesis actual no excedería en términos diplomáticos del plano teórico, a diferencia de otros campos que emergen con nitidez. En ese punto, se insiste que en aproximaciones académicas de futuro, surge la deriva potencial, latente, del Estatuto de Territorios No Autónomos, con la referencia a la posición alauita en vía onusiana, cuando el Comité de los 24 aplaza para 1976 la eventual ampliación de la lista de Territorios No Autónomos: “Así la cuestión de las Plazas de soberanía pende como espada de Damocles sobre la cabeza del gobierno español hasta que a Rabat le interese reactivarla”, en la frase autorizada aunque un tanto efectista de Francisco Villar, que bien conoce la cuestión en su calidad de representante permanente español ante Naciones Unidas que fue.
Ya he mencionado diversas veces in extenso las opciones del Estatuto: independencia; libre asociación; integración o cualquier otro estatuto. Incidentalmente se señala que la exigüidad territorial, 19.300 kms2 Ceuta y 12.300, Melilla, no resultaría determinante. Recordemos que Mónaco tiene 2 kms2. A partir de aquí la viabilidad sería otra cuestión, lo que emplaza el asunto ante la posibilidad teórica de la libre asociación en el estado políticamente casi puro de Puerto Rico con Estados Unidos o en los más peculiares pero igualmente operantes de la “amistad protectora” de Francia con Mónaco o de Italia con San Marino. Y dentro de esos regímenes -continuamos como siempre siguiendo al inolvidable profesor de París, Charles Rousseau-se subrayan los aspectos económicos, es decir, las uniones aduaneras del tipo Liechtenstein-Suiza o Mónaco-Francia. Dejamos el tema ahí, no sin enfatizar que no ha sido hasta finales del pasado año, en noviembre del 21, cuando se ha incluido por primera vez a Ceuta y Melilla en la Estrategia de Seguridad Nacional. Ciertamente no parece fácil felicitarles.
En el Sáhara, “una salida” -no la salida y menos la solución- a un drama que dura ya casi media centuria, podría visualizarse en el horizonte contemplable en virtud de la real politik, “incluso con sus dosis de contaminación” en la acuñación clásica de Kissinger, imperfecta en sí misma hasta por definición, pero tantas veces instrumento clave en cuanto superador de visibles incorrecciones de la política exterior y de evidentes insuficiencias del derecho internacional.
La solución política onusiana de la controversia se agiganta diáfana con la formulación adoptada y aceptada, más allá del resto de su redacción que no es ciertamente para felicitar a los autores, empezando por aquello de una solución “justa”, claro, no va a ser injusta, y siguiendo por una retahíla inoperante por obvia, “duradera”, “mutuamente aceptable”, enunciada es de suponer que con carácter inercial, donde queda a salvo el plano bilateral, único para su resolución, el acuerdo entre las partes.
Es de lamentar que el paso del tiempo haya ido privilegiando el dato de la efectividad sobre los principios, pero la situación es la que es y de ahí el recurso a la real politik, que en su aplicación final abonaría la partición, único modo, en apelación también a los derechos humanos (Marruecos, tan justamente denostado en el Sáhara que ha llegado a prohibir las competencias en la materia a la MINURSO, pasa a partir de enero a formar parte del Consejo de Derechos Humanos de la ONU) a fin de salvaguardar la identidad de la población saharaui, la entidad de los hijos de la nube, evitando la posibilidad de que se terminara disgregando, al englobarse en la autonomía, amplia, ofrecida por Rabat, y al mismo tiempo compatibilizarla con la soberanía marroquí, considerablemente más asentada tras los reconocimientos norteamericano, español, alemán y de otros, e inmutable el tradicional apoyo galo. El trono no podría ceder más porque se produciría otro golpe de Estado (mis páginas sobre las conspiraciones palatinas árabes y la baraka de Hassan II, donde se cita también el único golpe ejecutado -y a la postre frustrado- por la aviación sobre objetivo aéreo, el avión del monarca) el tercero, esta vez definitivo.
Se deja una vez más constancia de mi disponibilidad para coadyuvar con el mediador de Naciones Unidas, ahora el no se cuántos de una lista que vistos los resultados, diríase que no parece contar con el blessing del Olimpo diplomático, el bueno de De Mistura, a quien el tan capaz como expeditivo Burita le ha leído la cartilla con lo que eso significa, y a fin de que España tenga mayor visibilidad tal que corresponde a su responsabilidad histórica, como le han pedido al gobierno desde más de una instancia cualificada.
Qué dirían los internacionalistas españoles del XVI, si vieran el desaguisado, el atolladero, en el obligado eufemismo, donde nos metieron los estrategas directivos del franquismo, sin que los sucesivos gobiernos, unos más y otros menos, es de suponer que con algún que otro seudo émulo de Metternich en sus filas, llegaran a terminar de enmendarles la plana, y así hasta el dislate actual del que es inexcusable salir cuanto antes.
Incluso a título casi anecdótico, menor, Madrid se muestra desafortunado y tras incluirlo, no hace mucho, en el programa de las oposiciones a la carrera diplomática, se despacha con un cuarto de hora el tema número no sé cuántos, “sin que se les demude la color” que diría el clásico, en el que el sufrido aspirante lo tiene que compartimentar con el fin del Protectorado en Marruecos, con Guinea Ecuatorial y por si fuera poco hasta con Sidi Ifni. Eso sí, al menos se ha incorporado al programa, a diferencia de Ceuta y Melilla, todavía pendiente.
Y Gibraltar. El Memorándum de Entendimiento del 2020, no parece, en esta síntesis, marcar para España el iter directo, más que iter casi un dédalo a causa de los recovecos, desviaciones y bifurcaciones que lo vienen jalonando, hacia la llave que pende de la puerta del castillo del pendón de Gibraltar. Hacia la recuperación de la integridad territorial, principio fundamental de las relaciones internacionales consagrado en la Carta de Naciones Unidas, rota por una colonia, para la ONU y ante la UE, la única que avanzando el siglo XXI hay en Europa (y hasta en zonas aledañas, nótese que el territorio no autónomo sujeto por tanto a descolonización más próximo, es el Sáhara Occidental).
Al menos, si se juzga por los simbólicos hurrahs! en the Rock, que pretende ir accediendo a Schengen ahora que Londres queda fuera por el Brexit, y que en alguna manera parecían evocar los aplausos que resonaron en Saint Paul hace lustro y medio, en la conmemoración del tercer centenario del tratado de Utrecht, “maravillosa obra de Señor” en la conceptuación de su artífice el vizconde de Bolingbroke. Claro que en la catedral londinense se ovacionaban las notas grandiosas del Jubilate Deo forthe Peace of Utrecht, de Haendel, para solos, coros y orquesta…
Dada la tricentenaria evolución y pronosticables sin excesiva dificultad las perspectivas de tamaña cuestión, resulta imperativa, como hacemos invariablemente, la mención a Gondomar: “A Ynglaterra metralla que pueda descalabrarles” y eso que Albión todavía no había tomado el Peñón, lo que en versión moderna se traduciría en primera instancia bien por el cumplimiento de las resoluciones de Naciones Unidas, lo que prima facie parece, visto con un realismo elemental el grado de compulsividad de la ONU, poco más que un desiderátum; bien por la observancia sin ambages ni fisuras del tratado de Utrecht hasta donde se pueda, lo que se antoja factible. Amén por supuesto del impostergable desarrollo de la comarca, que resulta inconcebible tener que reiterar.
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