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De todos es bien sabida, la nula moralidad del presidente del Gobierno y su entorno familiar y político. Pero no es menos conocida su enorme caradura para decir -o hacer- una cosa y la contraria, en menos de un minuto, sin que le salgan los colores. Pero el colmo de la desfachatez le deja con el tafanario al aire cuando censura, sin piedad por los demás, lo que él mismo se permite practicar con frecuencia y avidez.
Ese espejismo que transforma la arena en oro y el eco en voz propia, es el defecto humano por excelencia: invisible para quien la padece, insoportable para quien la sufre. Yo, luego existo. Pero la soberbia no es solo patrimonio de los poderosos; no hace falta ser un líder, un magnate o un intelectual para ejercerla. Se palpa en lo cotidiano, en una conversación cualquiera, con quien sea.
Hablar de discapacidad no es solo mencionar una condición médica o física, sino exponer una realidad que la sociedad sigue sin querer ver. En un mundo donde la inclusión es más discurso que acción, millones de personas con discapacidad enfrentan obstáculos diarios que no provienen de su condición, sino de la falta de voluntad colectiva para garantizarles una vida digna.
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