Nunca se habló tanto en España del bienestar de los animales, y todo gracias a la ley que pretende aprobar el Gobierno en lo que queda de legislatura.
Me cuesta horrores creer que, en el fondo, subyazca un sincero interés por el bienestar de los «animales no humanos» (si nos proponemos abordar el tema con un mínimo rigor, llamemos a cada cual por su nombre, pues animales somos en toda nuestra dimensión biológica escritor y lector) entre una generosa mayoría de los que la han propulsado en alguna de sus etapas. Y me cuesta creerlo de quienes han abierto el camino de la cárcel a todo aquel que ose decir una verdad si no cuadra con el contenido de su texto de obligado cumplimiento (LMD), o discriminan con canallesco desparpajo entre «mujeres buenas» (de izquierda) y «mujeres malas» (el resto), sean autoras del robo de cremas en un supermercado o víctimas de una violación coral, o se autoperciben legitimadas para el insulto al otro, mientras gimotean ofendiditas al recibir ellas similar descalificativo. Son los mismos que prefieren retorcerse en su bilis antes que condenar el asesinato urdido (por frío, por inanición, por un disparo en el pecho, por caída libre a una sima) de más de cien millones de almas («animales humanos») solo en el último siglo, espoleados por estrictas y esclusivas razones ideológicas. ¿Creen ustedes que cabe fiarse de quienes abanderan ambas causas? Yo ahí lo dejo.
Y vamos con la ley que tanto está dando que hablar y escribir desde hace ya algunos meses. El último tramo de este trayecto legislativo viene protagonizado por la aseveración de que “Una vez aprobada la norma, se castigará tanto o más maltratar a un animal que a un humano” (sic). Acostumbrado como uno está a oír y leer auténticas barbaridades sobre eso que se ha bautizado como «la cuestión de los animales», poco debería afectarle lo que se vierte en la emisora o en periódico de turno. Pues me afecta, miren por dónde, y quiero pensar que ello significa que sigo [más o menos] vivo.
Naturalmente, la anterior aseveración no responde a la verdad ni de lejos, lo diga Agamenón o su porquero. Primero, porque se abstienen sus autores de especificar el animal, la circunstancia, el humano. Con lo cual, si obvia tan esenciales detalles, debemos suponer que, a partir de su publicación en el BOE, merecerá idéntica pena matar a un caracol que matar a un humano. Y si un genocidio se asume como «atentado de lesa humanidad» (algo que lleva aparejada la cadena perpetua en ciertos países con democracias consolidadas), por pura lógica deductiva, una caracolada habrá de merecer la etiqueta de «atentado de lesa molusquidad».
¿He escrito algo extraño a partir de la mencionada aserción, hace un par de párrafos? Si así lo creen, me lo explican con detalle en el correspondiente apartado ―si acaso lo hay― de Comentarios, y les prometo que lo leeré con atención. Puedo asegurarles que a mis sesenta no se me caen los anillos por reconocer errores propios. ¿Para qué aferrarse como lapa a una metedura de pata, si publicado queda para los restos?
Dicho lo cual, debo dejar claro lo que otras muchas veces aseguré sin sonrojo ni atisbo de duda en el papel, en las ondas, o de modo presencial en rueda de prensa (cuando no era preceptiva la cita previa): considero que, en efecto, debería castigarse con idéntica pena igual daño causado de manera consciente y premeditada, con independencia de que sea infligido a un animal o a un humano. Tal conclusión me parece tan obvia que todavía sigue atormentándome descubrir que hay compañeros de especie [éticamente activos] que no lo aprecian así, con lo sencillo que resulta llegar a dicha conclusión.
Y como recurro mucho al ejemplo didáctico para intentar hacerme entender, diré que igual de injusto sería imponer distinta pena al maltratador de mujeres que al de hombres, al agresor de ancianos que al de niños, o al intimidador de blancos que al de negros ―queda circunscrito el ejemplo al ámbito humano―… ¡siempre y cuando el daño causado sea idéntico, naturalmente! Porque no cabe en cabeza humana [éticamente activa] que se imponga similar castigo al que empuja a un blanco que al que apalea a un negro. ¿Me explico, o tengo que recurrir a otro ejemplo aún más naif?
La carga cultural que heredamos es tan sólida, tan robusta, tan pétrea, que cuesta horrores salir (zafarse) de nuestros más íntimos convencimientos, por muy tozuda que se muestre la realidad, y por tanto nuestros errores, que vienen instalados «de fábrica», aflorando y fortaleciéndose a partir de un momento dado, prestos a conformar junto a otros eso que llamamos ideario.
No siendo yo maestro en nada, sí me reconozco cierta solvencia para tratar «la cuestión de los animales», fenómeno objeto de minucioso estudio desde mi adolescencia ―hagan cuentas―, con lo que algo puedo aportar al escenario, creo. Sin ir más lejos, considero aquí y ahora que el animalismo como ideario político bien puede derivar en un corpus sectario hasta lo irritante, igual que nos puede conducir a una revolución silenciosa pero gratificante. Lo primero generará en nosotros odio, desazón constante, resentimiento, malos deseos, ácida amargura. Lo segundo nos aportará tranquilidad de conciencia, serenidad ante la imperfección humana, alegría ante cada logro, empatía generalista, y sobre todo el aprendizaje de la gestión del agujero negro que guardamos en las entrañas.
Desde una perspectiva animalista liberadora, cualquier normativa que tenga por objeto la defensa de los animales debe aspirar a lo máximo (siempre con la evitación del sufrimiento gratuito infligido por «seres racionales» a «inocentes sensibles» como diana): mejor proteger a todos los vertebrados que solo a una parte; mejor prohibir el consumo de carne humana en general que solo la de neonatos; mejor incluir en el texto a los perros usados como complemento cinegético que dejarlos fuera. ¿No creen? Pues si no creen, lo dicho: a los Comentarios, que para eso están.
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