En su época, el gran cambio económico de la burguesía barrió del escenario socio-político gran parte de lo precedente, tratando de aportar racionalidad al sistema y dignidad a las personas. Respecto al primero, dijo someterlo todo al imperio de la ley y preparó el Estado de Derecho; en cuanto a las segundas, las regaló constituciones y se abrió tímidamente a la democracia censitaria y capacitaria para que los suyos las mantuvieran controladas. No obstante, hay que tener en cuenta que, más allá de los discursos, ese proyecto realmente estaba diseñado para defensa de los intereses de la nueva clase dominante.
Una pieza clave de la actuación burguesa fue el Derecho, puesto que es el medio para hacer posible la gobernabilidad social y política desde la racionalidad. Asimismo, permitía poner bajo control de la ley al entramado burocrático. Por otra parte, sin su presencia no sería viable aquella teórica división de funciones estatales, para que las distintas burocracias permanecieran en su lugar y sirvieran fielmente a los intereses generales, a la sombra del poder económico superior.
Este modelo burgués, representado políticamente por el Estado-nación, fue resistiendo en el tiempo, al menos hasta que a partir del pasado siglo la ambición expansiva y monopolista de las multinacionales y la doctrina económica del neoliberalismo, abrieron paso definitivamente a la mundialización. Desde entonces fue perdiendo fuerza, manipulado por los intereses de las distintas corporaciones que saltaban las barreras estatales y exigían menos controles nacionales. Finalmente, hoy su papel ha quedado reducido a mantener el orden local y poco más, agobiado por la participación en los conciertos internacionales y los mandatos del poder económico, para no quedar apartado de la marcha hacia el progreso capitalista.
El nuevo papel asignado al Estado-nación era algo previsible por exigencia de la situación económica dominante, sin embargo, con el avance de los derechos y libertades ciudadanas y el papel redentor del progresismo, en términos de mejoras sociales, plasmado en legislaciones desbordantes, no estaba claro que el Derecho, algún día, pasara a ser instrumento para reforzar el poder del autócrata de turno, democráticamente elegido, y priorizar intereses grupales, situándoles a un nivel superior al el interés general. Con independencia del atractivo del ejercicio del poder para esas personas que aspiran a que, en su caso, se convierta en vitalicio y del interés partitocrático, por ganar votos, hay que considerar otro factor que incide en la deriva tomada por el Derecho, casi reconducido a concentrarse en la prolija legislación de los tiempos actuales, y es que se aleja cada día más del sentido natural de la existencia, para imponer normas sobre un vivir prefabricado conforme a los intereses del mercado. El Derecho parece haber quedado reducido a un conglomerado de leyes de quitar y poner por el legislador de turno, que se aplican e interpretan a tenor de los intereses imperantes.
La tendencia a reconducir toda la existencia colectiva conforme a normas de Derecho positivo coyunturales, dejando casi aparcado el Derecho natural, previsible desde la época burguesa por influencia de la Ilustración, permitía intuir que con el tiempo se produciría cierto alejamiento por parte del Derecho positivo del Derecho natural; interesado el primero en imponer la ley del poder dominante frente a la ley natural, cuando conviniera al negocio. Aunque afectado por los intereses de clase y diseñado para asegurar la fidelidad de la burocracia, haciéndola obediente a la ley, no parecía previsible que se llegara al extremo de que aquello de la defensa del interés general, como misión fundamental, pasara a segundo término y sirviera abiertamente para la defensa de intereses supraestales, grupales y particulares a través de un acervo de leyes de conveniencia. Esto es lo que ha aportado la doctrina de la mundialización, que se pone de relieve en los países ricos y avanzados en tecnología; esgrimiendo el falaz argumento propagandístico de tratar de combatir la desigualdad social, pero creando mayores desigualdades, entre otras ocurrencias que tratan de justificar simples intereses de mercado o de poder.
Si el Estado-nación camina al arbitrio de poderes extraños, y el Derecho local se pierde en un auténtico laberinto legislativo, alejado, en ocasiones, del sentido común y del interés general, entregado a la defensa de las novedades comerciales que ofrece la moda, y se pone al servicio del mercado, de la autocracia, del complejo grupal, de los intereses foráneos y del comercio, las sociedades locales están condenadas a desaparecer como sociedades autónomas, porque se las priva de su identidad, a la que contribuía su Derecho. Lo que puede suceder, si se consiente manipularlo a conveniencia de los intereses del poder de circunstancias, que circula al dictado de otros poderes, invocando argumentos más o menos racionales, que se despliegan como justificación de algunas leyes, y que no por ello las transforma en racionales.
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