El día no había podido ser peor. Ella pensó, cuando se desperezó en el portal de una tienda que, por causas de la epidemia había quebrado y sus dueños se vieron obligados a vender el local, le servía de abrigo, donde malamente se podía defender de las inclemencias del tiempo: “Hoy es Noche Buena y quizá sean más caritativos conmigo y me den algún dinerillo para que pueda tomar una sopa y posiblemente un plato de garbanzos en el figón de Pedro que tan amablemente me acoge cuando voy con algo de dinero, pero que si le pido que me dé un poco de comida, aunque sea de las sobras que dejan en los platos los clientes, me despide con cajas destempladas. Cuando estaba su mujer y Pedro se encontraba haciendo alguna gestión, ella aprovechaba el momento para pedirle algo a Encarnación, la mujer de Pedro, que casi siempre le traía de la cocina un plato con los restos del día, o del almuerzo anterior. Dolores se llamaba, tendría unos cincuenta años. Vestía unos pantalones vaqueros desgastados y mugrientos que malamente le podía defender del frío de aquel crudo invierno. Un jersey con alguna que otra rotura la cubría el pecho, pero era de cuello de pico y le dejaba la garganta al descubierto, haciéndole sentir los mordiscos crueles y lacerantes del gélido día. Sobre este mísero saquito que bien poco abrigo le proporcionaba se encasquetaba un chubasquero que había sido azul y ahora no se sabía qué color tenía que, en un golpe de suerte, había encontrado en el contenedor de basura donde casi todas las noches, sobre todo las de los días en los que no había sacado ni un céntimo para poder ir a la tasca de Pedro, rebuscaba algo de comida. La cabeza se la cubría con una bufanda vieja de la misma procedencia que el chubasquero, que, mal que bien, le proporcionaba un poco de calor, porque antes de conseguirla, los días del más crudo invierno las punzadas de frío le provocaban un horrible dolor de cabeza. Había puesto unos periódicos en el suelo para hincarse de rodillas, pues aunque no apretaba mucho la lluvia, caía un calabobos que terminaba empapándolo todo. Su cachava que no podía dejar, pues un dolor de ciática la atormentaba cuando aparecía, la tenía tendida en el suelo delante de ella. A veces el dolor era tan fuerte que no podía dar un paso. En algunas ocasiones encontraba en el contenedor de la basura restos de comida que para ella eran suculentos bocados. Un día, se conoce que los propietarios de alguno de los pisos del bloque de viviendas que se encontraba un poco más arriba de donde ella mendigaban, consideraron que no estaba para comérselo, tiraron al contenedor medio pollo asado que, seguramente llevaba unos días en el frigorífico, y ya no se encontraba en muy buen estado. Para ella fue “Bocato di cardinale”. No había sido esta su vida anterior. Dolores era licenciada en Ciencias Económicas y había desempeñado un puesto de alta dirección en una empresa multinacional que tenía sucursal en Córdoba. Se dedicaba al comercio de la joyería fina y complementos lujosos que solo podían adquirir personas adineradas: Un collar Tiffany, Perlas de Tahití con oro blanco de 18 quilates, rondaría los trece o catorce mil euros y un reloj Cartier, como el que le regalaron el año que, al cerrar el balance, había conseguido más ventas que el resto de las sucursales españolas, podría rondar ocho mil euros o más, le habían pertenecido. Había palpado el lujo y la vida cara, se había codeado con la opulencia, conocido a potentados clientes que la habían consultado cuando querían regalar algo señaladamente lujoso a sus esposas o amigas secretas; o esposas caprichosas que deseaban sorprender al marido o al querido. Clientes que ella, ilusa, consideraba como amistades. El día aciago llegó, pero no de forma rápida. La epidemia de peste que asoló a la Humanidad y había comenzado allá por China, posiblemente el primer caso fuese el de Wuhan, se extendió primero paulatinamente llegando a ser como un reguero de pólvora en poco tiempo que asoló al mundo entero, causando unos estragos inconmensurables, pues se cifran en más de 650 millones de personas que han sufrido la enfermedad en 260 países, y cerca de siete millones de fallecidos Ese día sagrado para los cristianos, la gente se apresuraba y caminaba tropezando unos con otros como si huyesen de alguien que la perseguía. Llevaban paquetes en las manos. Unos envueltos lujosamente que, con toda seguridad ocultaban obsequios costosos, que esconderían en su casa hasta la llegada del día de Reyes con los que sorprenderían a sus cónyuges, otros con las últimas compras para preparar la cena de aquella señalada noche. Se respiraba bienestar y abundancia, la única que solo olía a miseria y desconsolada pobreza era Dolores. Malo estaba siendo el día. Su estómago solamente había recibido un trozo de bocadillo que un “niño bien” iba comiéndose y harto de él lo dejó caer a su lado con un gesto displicente, peor aún que si se lo diera a un perro, a éste, al menos, lo hubiera acariciado. Pero no siempre había sido así. En sus tiempos de plenitud económica, cuando se codeaba con personas poderosas y pudientes, había sido más cigarra que hormiga, ganaba bien y gastaba mejor. Se había querido poner a la altura de las personas acaudaladas que compraban en su tienda y le pedían consejo. Se sentía poderosa porque ganaba mucho y sus superiores reconocían su valía. Había derrochado sin tino pensando que en bien estar del que gozaba no se acabaría nunca. Había tenido buen palmito, mediría un metro setenta centímetros, unas buenas piernas torneadas, y una cintura grácil, su cara era agraciada de cutis terso y carente de las arrugas que tanto disgustan a las mujeres, aunque no era bella, pero sí muy atractiva y tenía cierto encanto que atraía a los hombres. Sus ojos eran de un color cambiante, según recibieran la luz; a veces eran de un tenue verde que cambiaba a amelado. No se había casado, ni querido ataduras de ningún tipo, pero abundaron en su vida muchas aventuras esporádicas. Hombres de una sola noche. Alguna vez se había encaprichado especialmente con alguno, que no le había durado más de uno o dos meses. Había sido muy espléndida con los que la satisfacían de forma especial, generosa con ellos hasta el despilfarro. Se había convertido en una descreída, pero en el fondo de su corazón quedaba aún el rescoldo de la llama de amor que las monjas con las que se educó la inculcaron por la Virgen María. Devanando su cabeza con estos pensamientos, sus ojos se le humedecieron por encontrarse en la situación en la que se hallaba. Estaba de rodillas, con la cabeza casi hundida en su pecho, sin atreverse a levantar los ojos. Sentía vergüenza. Su postura era sumisa y humilde como la de quien implora, pues eso era lo que hacía suplicar una mísera moneda con la que poder siquiera llevarse a la boca un triste plato de sopa. Día aciago y funesto para ella que observaba a la gente apresurarse con paquetes y las últimas compras para la noche. De pronto levantó la cabeza porque presintió que alguien la observaba. Así era. Se trataba de una mujer elegantemente vestida, con un costoso abrigo de pieles, zapatos y bolso de piel de cocodrilo, que la miraba con cierto grado de curiosidad y asombro. Su cara también era tersa. Su pelo comenzaba a tener unos hilos blancos que no disimulaba. Esbozaba una tenue sonrisa que le alegraba el rostro. Dolores la miró y, con aire desabrido le dijo, ¿qué miras, te doy lástima?, pues si es así, déjame una moneda y vete. La señora le preguntó: ¿Dolores no me conoces? Soy María, aunque siempre me habéis llamado Milagros. Digo bien, pues tú eras una de las que me llamaban así. Hace mucho tiempo que no nos vemos. Perdí tu pista cuando te mudaste a Córdoba. Yo seguí viviendo en Madrid hasta hace un par de años que me vine a esta ciudad porque a mi marido lo habían trasladado. ¡Anda, levántate! No quiero verte en esa postura suplicante. Una chispa de luz iluminó la cara de Dolores. La había reconocido y balbuceó: Milagros, márchate, no quiero que me veas así. ¡Quita, ¡Quita! Le respondió Milagros. ¡No tolero que me digas eso! Ahora mismo te levantas y vienes conmigo a mi casa, donde te bañarás, y arreglarás. Yo misma lo haré. Tengo muchos vestidos y zapatos que te podrán estar bien, pues yo, aunque con los años que siempre dejan huella, no he engordado mucho, al igual que tú. Hoy estarán en mi casa para cenar con mi esposo José además de mi hijo Jesús, sus tres amigos: Gabriel, Rafael y Miguel. ¡Claro, tú no los conoces! Hace tanto tiempo que perdimos el contacto. ¡Quiero que te conozcan y pases la noche con nosotros! A duras penas le ayudó a que se levantara, la cogió del brazo y empezaron a caminar. No creas que vivo muy lejos. Estamos cerca de mi casa. Efectivamente. No habrían andado ni quince minutos, cuando Milagros le dijo: Aquí es. Sacó su llavero, escogió una llave y abrió la puerta. Si la fachada era ostentosa, más lo era el resto de la estancia. La entrada espectacular. Se notaba el lujo y la abundancia en todas las habitaciones. La casa no estaba arreglada, más bien decorada, espejos en los pasillos, arañas de costoso cristal swarovsky colgaban de los techos. Las paredes pintadas sin colores estridentes, unas de un tenue azul y otras de un rosa pálido agradable. Dolores que poco a poco, se había ido reponiendo de la sorpresa no salía de su asombro, Al observar Milagros su mirada estupefacta. Le dijo: Chica no pienses que siempre todo ha sido así. A pesar de mis estudios, me enamoré locamente de un carpintero. Fuerte bien parecido, con unos ojos de bondad que me arrebataron. ¡Chica, no paré hasta que me casé con él! Tuvimos tiempos duros y difíciles. Su taller de carpintería, que aún conserva mi Jesús que no quiere desprenderse de él, pues en sus momentos de ocio confecciona delicados trabajos de ebanistería, está bastante cerca, dos manzanas más abajo. Está en trámites consiguiendo permisos para irse de misionero a Gambia, y, sabes lo que te digo, que si Dios lo llama, yo no puedo oponerme, aunque me exponga a que cualquier día me llame el obispo para decirme que lo han asesinado o que un animal salvaje lo ha destrozado., José colmó todas mis expectativas. Honrado, trabajador, formal y cariñoso hasta dejarlo de sobra. No nos iba mal con lo que ganaba en el taller, pero cierto día, se presentó en él un señor que se veía que nadaba en la abundancia. Dijo que era importador y exportador de maderas finas y de calidad. Que le habían hablado de José y su bonhomía y que necesitaba de un delegado suyo aquí, en Córdoba, pues quería montar una delegación aquí. A José le pareció bien y aceptó. Yo desconocía la capacidad y el buen tino de mi marido para los negocios Bueno ¡Basta de cháchara! ¡Venga al baño! Yo misma, cuando me quite estas ropas y me ponga otras más corrientes, te ayudaré a bañarte. No, no, no protestes. Me apetece en recuerdo de los viejos tiempos. El dormitorio de Milagros era tan lujoso como el resto de la casa. Tenía un amplio vestidor en el que había un armario de caoba que ocupaba todo un testero que tendría doce metros de largo. El cuarto de baño cumplía las más exigentes perspectivas. No faltaba lo más mínimo. La bañera era espléndida, de mármol rosa al igual que las paredes. Con soltura y diligencia, después de haber abierto los grifos de fría y caliente para que el agua estuviese tibia y relajante, ayudó a quitarle los harapos a Dolores que disfrutó recordando cuando tenía esas mismas satisfacciones en su vida anterior. Almorzaron, más bien frugalmente porque, la cena, en este día tenía que ser espléndida Antes de cenar pasaron un buen rato en el salón, relajadas en sendos butacones, la televisión apagada, pues era mucho lo que ambas tenían que contarse, además de recordar los viejos tiempos.
Milagros le propuso a Dolores que trabajase en la oficina de José. Casualmente, le dijo: Ayer me comentó José que necesitaba una ayudante para su secretaria, pues esta tenía mucho trabajo que sola no podía atender. Dolores protestó, sin mucha convicción, pero se avino a que Milagros se lo dijese a José. Otra propuesta de Milagros que abrumó a Dolores, pero aceptó fue que, entre tanto rehiciese un poco su vida, y se pudiere valer por sí misma, se quedase en su casa, ya que había habitaciones de sobre y además, después de tantos años, sin verse, le haría compañía. Serían las nueve de la noche cuando apareció Jesús con sus amigos. Habían estado ayudando al párroco a ultimar los requisitos de los cánticos para la Misa del Gallo que, junto con al coro de la parroquia, entonarían en la Misa. José había estado en su despacho atendiendo a los clientes que, aún en día tan señalado, lo llamaban para interesarse por sus pedidos. Se sentaron a la mesa y dos pulcras y dignamente ataviadas doncellas les sirvieron la mesa. La conversación fue amena y entretenida, Milagros presentó a Dolores. Y Entre dimes y diretes pasaron el rato hasta que llegó el momento de ir a Misa. Ya en la cama, Dolores pensó que, a pesar de su descreimiento, los milagros sucedían. Ella había experimentado uno, y grande, ese día de Noche Buena.
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