Todos hemos escuchado alguna vez una frase tornada en cliché que versa “la esperanza es lo último que se pierde”. Generalmente, aceptamos cordialmente el mensaje e incluso le damos nuestra aprobación, pero ¿sabemos por qué es lo último que realmente nos queda?
En la presente oportunidad quisiéramos reflexionar en torno a este concepto de esperanza, entendiéndolo no como un placebo en tiempos de autoayuda y de circulación de frases estimulantes por redes sociales, sino como un elemento de nuestra existencia que es vital para dar sentido cabal a nuestras vidas finitas.
Para comprender el origen del precitado refrán, debemos remitirnos momentáneamente a la mitología griega, en particular al mito de la caja de Pandora. Recordemos por un instante a Prometeo, el titán amigo de los mortales por haber robado el fuego a los dioses y entregárnoslo para su uso. Por supuesto tal regalo no fue gratuito, y el titán recibió el castigo divino mediante una figura femenina, creada especialmente para seducir a cualquier mortal: Efesto se encargó de moldear una figura perfectamente sugerente con arcilla; Atenea la cubrió elegantemente de finos y atractivos ropajes y Hermes le infundió la facilidad de seducir y manipular. Se trataba de Pandora quien, tras recibir vida mediante el soplo de Zeus, fue enviada a la tierra de los hombres con una caja misteriosa que no debía ser abierta. Eventualmente Prometeo, a pesar de estar al tanto de los posibles peligros que corría por haber deshonrado a los dioses, no puede evitar enamorarse perdidamente de la preciosa creación divina. Tras haberse unido con Prometeo, Pandora no pudo soportar su curiosidad y tomó la decisión de abrir la caja que Zeus convenientemente le había legado. De ella emergieron una serie de males que azotarían y atormentarían al mundo: hace su aparición en la existencia terrenal la maldad y la ambición. Al intentar cerrar la caja, la bella creación de los dioses percibió la presencia de un pequeño espécimen, un pájaro, que representaría lo que queda en el fondo del cubículo que contenía tantas desgracias: se trata de una representación alegórica de la esperanza.
Tras culminar el ciclo propio del calendario gregoriano podemos apreciar que circula sin cesar un “buen estado de ánimo” sustentado en el deseo de renovación de las esperanzas para este año que comienza. Si bien es sin duda agradable el sentimiento de renovación, ¿qué cambia realmente? Al respecto del mito precedentemente enunciado, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche interpretó que la esperanza, lejos de ser un “bien” remanente entre tanta miseria, es en sí el peor de los males, puesto que no hace otra cosa que prolongar el estado de sufrimiento de los hombres. En este caso en particular, el pensador alemán estaría destruyendo la noción de “esperar” sin acción mediante, sin conocimiento intercesor y sin voluntad concreta de poder de cambio (su problema es contra la espera irracional que estira situaciones insoportables, evitables totalmente).
Viktor Frankl (1905-1997) tomará de Nietzsche específicamente la reflexión que pondera el “por qué” que le otorgamos a nuestra existencia (el sentido) para hacer especial hincapié en el “cómo” (los avatares que atentan permanentemente contra el sostenimiento de dicho sentido). En su obra “El hombre en busca de sentido”, nos devela un aspecto fundamental de nuestra existencia: sólo hay esperanza cuando hay sentido. Una existencia sin sentido, nada espera, puesto que su expectación se ha diluido en la renuncia a la posibilidad de otorgar valor a su existencia. Y créame, querido amigo lector, cuando uno ha estado en un campo de concentración nazi, es muy difícil mantener con caudal la fuente de esperanza y sentido.
Lo que Frankl nos legó con su obra y su vivencia personal como prisionero nos indica el camino para comprender esto que tan trivialmente nos deseamos los unos a los otros: aún en los tiempos más oscuros de nuestro transcurrir transitorio, siempre habrá en nosotros algo que absolutamente nadie nos podrá quitar, a saber, la plena y total libertad de decidir qué sentido le daremos a nuestra vida (y a nuestra muerte), sea cual fuere la circunstancia que nos toque atravesar.
Como podemos apreciar, sin búsqueda de sentido y libertad genuina, no hay chance de tener verdadera esperanza. Esperar que las cosas mejoren, ya sea por sí solas o por nuestro esfuerzo, no es tener esperanza en absoluto. Se vive esperanzado cuando se sabe que a pesar de acontecer resultados totalmente opuestos a los esperados, nuestra existencia mantendrá un sentido por el cual vale la pena continuar luchando.
Ahora bien, y siguiendo el razonamiento de Schopenhauer, ¿es posible tener esperanza sin contar con una plena consciencia de la realidad del mundo en el que estamos arrojados? ¿Es posible enfrentar el sufrimiento propio de la existencia finita cuando nos aferramos a distorsiones y distracciones intrascendentes? En fin, ¿se existe, plenamente, cuando uno vive en un estado de total distracción y aturdimiento? De ser así, ¿qué sentido le estaríamos dando a una vida cuya esperanza radica en el vacío permanente de la novedad? En palabras del mismo Frankl “el factor determinante es la decisión: la libertad de elegir siempre, incluso cuando nos limitan económica, física, moral o incluso judicialmente. Pero he aquí el desafío de la era de la post-verdad: no es necesario estar encadenado, enjaulado y/o torturado para vernos limitados en nuestra capacidad de acción libre, puesto que los grilletes y las mordazas que hoy se estilan, nos las colocamos nosotros mismos, por libre y placentera elección mediática de una renuncia voluntaria al pensar (y su consecuente renuncia voluntaria al actuar, puesto que un ser social que no piensa en clave de comunidad organizada, poco podrá realizar por sí y por los demás).
Frankl nos dirá que para romper esos condicionamientos es crucial que dejemos de percibirnos como “algo”, sino como “alguien”. La diferencia radica en que “algo” (ente) puede ser completamente determinado a voluntad, mientras que “alguien” (ser) tiene apertura a una responsabilidad y libertad autónomas inquebrantable al punto que ni siquiera la desesperanza pueda doblegar. Esta pérdida de la esperanza no es más que el sufrimiento sin mediación de propósito o significado: sufrimiento a secas, muy común cuando el individuo no puede (aunque quiera y lo desee profundamente) ver o encontrar propósito alguno en la circunstancia en la que se encuentre. Frankl estaba convencido de la posibilidad de moldear el sufrimiento para tornarlo en “logros” o fenómenos significativos, aun cuando no existan pruebas o evidencias concretas que avisten la mínima chance de poder lograrlo. Convertir las tragedias en triunfos personales ha sido básicamente el predicamento de toda su vida y obra, y ello se debe básicamente a la convicción que él tenía de que lo único que tiene sentido en nuestra existencia es nuestro “para qué” vivir y no aquello “por lo qué” vivir.
Ante lo expuesto es necesario entonces plantearnos por un segundo qué sentido tiene preguntarnos “¿por qué me sucede esto a mí?”, reflexión recurrente cada vez que la vida nos ha dado un cachetazo de esos que nos hacen temblar. Pues bien, amigos míos, ante semejante inquietud la contra respuesta es “¿por qué no habría de tocarme esto a mí?”, tamizada por el hecho de que debemos ser críticos ante el discurso existencialista nihilista que nos vendía la idea de que debemos aceptar y soportar con coraje heroico el supuesto absoluto sinsentido de nuestras vidas (Sartre) y pensar que tal vez lo que es sano aceptar es nuestra propia incapacidad de reconocer sentidos supremos que exceden a nuestro caprichoso deseo personal e individualista de existir de un modo determinado.
Es cierto, nuestra capacidad de acción es finita y limitada, puesto que nunca estamos completamente libres de condicionamientos biológicos, psicológicos, económicos o sociológicos. Aun así, es fundamental que comprendamos que el poder de la esperanza radica en la libertad última y suprema, intransferible e imposible de quebrar, que no es otra que la libertad de elegir con qué actitud nos enfrentaremos ante tales panoramas que exceden a nuestra voluntad: cómo reaccionamos a la condiciones que no pueden ser cambiadas, depende de nosotros pura y exclusivamente por intermedio de la convicción de que si no podemos cambiar la situación, siempre tendremos el libre poder de construir nuestra entereza ante ella. Seguramente, es difícil, pero ¿acaso no vale la pena siquiera intentarlo?
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