La lluvia amarilla
Basada en la novela homónima de Julio Llamazares Versión y dirección: Jesús Arbués Teatro Quique San Francisco
Leí La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, hacia 1998, unos diez años después de su publicación. Para entonces, ya era uno de esos libros que había que leer—su autor había publicado también La lentitud de los bueyes, poemario épico de un tiempo perdido cuyo comienzo muchos aún no hemos olvidado: “yo vengo de una raza de pastores…”—. Recuerdo que me caló hondamente el lirismo de la novela. Ahora, tras asistir a la función teatral que la adapta, compruebo que solo recordaba una de las muchas caras de la obra; las otras me han asaltado durante la representación como un río desbordando los diques que lo contienen. Porque La lluvia amarilla es una novela con múltiples capas. Su poesía es una de ella, un lirismo lacerante; como dice mi hermano, gran lector, a ratos es una novela de terror.
Todas las caras de la novela se hacen corpóreas en el montaje de Jesús Arbués. Advertencia: este es un espectáculo duro, de los que remueven las tripas como la bruja su caldero; y sin mostrar ni una sola imagen desagradable. Es la palabra, sobre todo es la palabra, la que hiere. La dramaturgia se asienta en un principio bien claro: el texto es el que debe hablar, todo está en función de ensalzarlo. El monólogo del protagonista —lo que no significa que la obra lo sea estrictamente— guía al espectador por la senda de la narración, en una selección y enlazado de textos originales inteligente y sensible.
Sobre el escenario, dos actores: Ricardo Joven y Alicia Montesquiu. Joven es Andrés de Casa Sosas, el último habitante de Ainielle, pueblo de los Pirineos que quedará definitivamente abandonado con su muerte. Su interpretación comienza, ya desde los primeros minutos, con un registro intenso, que, con badenes ligeros, va en aumento hasta los instantes previos al final. Vemos al personaje ponerse frente a sus culpas, a su pasado de muertos, a su futuro de fantasmas que roen el tiempo que le resta. Joven hace un auténtico repaso de las emociones más severas en las que la juega un actor, y de todas sale victorioso. Todo expresa en él: el propio físico, la flexibilidad corporal, la voz; la voz, sobre todo la voz, que cae a graves repentinos y rebrota con una naturalidad que pocas veces he visto.
A su lado, Alicia Montesquiu, sutil y liviana, alivia la carga del monólogo de varios modos: a veces duplica la voz del protagonista; otras, pone un contrapunto musical con las canciones que canta, siempre a capella; incluso se vuelve sombra y fantasma en algunos momentos. En el ensamblaje de ambos actores sobre el escenario hay un admirable trabajo de dirección de escena. Parecen moverse enganchados por una goma que los atrae y los separa, siempre despacio; siempre unidos y nunca juntos. Ella, de negro, aparece y desaparece por delante y por detrás de la pared de la casa, como los fantasmas que la habitan.
A la escenografía se le otorga una resonancia considerable: una pared, que sugiere tanto el interior como el exterior de la casa, en cuyo centro se adosa inclinada una cama. Sobre ella se proyectan imágenes a las que el director ha querido dar particular protagonismo. El diseño audiovisual de David Fernández y Óscar Lasaosa busca ser un complemento lírico al texto. De hecho, considerado por sí solo, e incluso descontextualizado, es un trabajo de indudable calado artístico. Sin embargo, uno duda de su necesidad para el montaje: ayuda a la narración, pero esta no precisa de él. Es, por así decirlo, un subrayado; un epíteto. Yo me quedo con el momento en que cae la lluvia amarilla. Unido a ello, los contrastes entre el negro, los blancos y los ocres son continuos. Ayuda a señalarlos una iluminación elegante y eficaz, diseñada, como la escenografía, por el propio Arbués.
Así va avanzando el tiempo de la hora y media que dura el montaje, unos minutos que encogen al espectador en su asiento, que lo achican ante la ruina que se cierne sobre Andrés de Casa Sosas. No sé quién dijo aquello de que morimos dos veces: la primera vez físicamente y la segunda cuando nos olvidan “aquellos que nos amaron”, que decía Juan Ramón. Pero hay aún una muerte mayor que las dos dichas; la de tu propio tiempo, la de todo aquello que fue tu modo de vida. Es una muerte que no concebimos, porque imaginamos que mundo seguirá más o menos igual que cuando estuvimos. Pero Andrés sabe que la suya es la muerte de todas las muertes; el final absoluto, y todo de una vez. La lucha que mantiene con su pasado lo vence y le deja un último anhelo: la dignidad.
Vemos la contienda y la derrota en el trabajo de Ricardo Joven, en su voz que va envejeciendo. Por eso, al final, el actor deja que su personaje nos hable con un registro neutro, ya desde el otro lado, como el río que, tras enroscarse en los riscos, desagua en el lago; mientras su sombra negra lo recibe y lo acompaña.
Es así como, ante los ojos del público, todo se vuelve tierra, humo, polvo, sombra, nada. Oscuridad y silencio. Y el aplauso del público.
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