Ignacio Martínez de Pisón escribió su nueva novela, ‘Castillos de fuego’ (Seix Barral), durante la pandemia, encerrado como todos en su casa. El libro, un fresco de casi setecientas páginas sobre la posguerra española, abarca desde 1939 hasta 1945 y coincide también con el desarrollo de la II Guerra Mundial. Es novela coral, en cuyo interior palpita una galería de personajes que sufrieron ese tiempo, esa época que les tocó vivir. Gracias a ellos, el lector asiste a la corrupción del régimen, al estraperlo, a la lucha clandestina, a la doble vida de los luchadores comunistas, a las miserias morales, a la religión omnipresente, al enchufismo y a las disputas intestinas entre los propios gobernantes. Y casi todo sucede en Madrid, una ciudad con cicatrices, miedo, detenciones y fusilamientos.
El escritor aragonés pasó por València cuando las Fallas, omnipresentes, comenzaban ya a adueñarse de las calles de la capital del Túria. Fue el 8 de marzo, el Día Internacional de la Mujer. En el Coffee of Day, junto a la antigua Estación del Trenet, edificio emblemático actualmente destinado a usos policiales, pude hablar con Martínez de Pisón, acompañados por un café y una Coca-Cola. El piloto rojo de la grabadora se iluminó algo después del mediodía. Y la conversación empezó a desgranarse. Fluida. Reveladora. Veraz. Al fondo, lo consustancial: algarabía de platos y vasos, tazas, cucharillas y palabras a media voz.
Ignacio, cuando un escritor termina una obra de casi 700 páginas, ¿cómo se encuentra? ¿Hay sensación de vacío? Me quedo un poco triste por abandonar a mis personajes. Pero al mismo tiempo tengo la sensación de que he creado varias vidas, una sociedad entera de personas que se relacionan entre sí, un mundo coherente y orgánico. Es una percepción muy bonita para un escritor.
¿Echas de menos a los personajes? Echo de menos a algunos, a los que nos caen bien, a los que les pasan cosas malas como Basilio o Alicia. Sin embargo, hay otros a los que no puedo echar en falta porque no lo merecen.
Tus novelas van cambiando de escenario, de ciudad… ¿Te has propuesto recorrer toda la geografía peninsular con ellas? Es verdad que mis novelas anteriores transcurren en varias ciudades: Zaragoza, Barcelona, Melilla, Málaga, València… Pero no voy a recorrer toda la geografía española, aunque sí me gustaría completar esa época histórica que arranca con la Segunda República y acaba a finales del siglo pasado. En este sentido, seguro que todavía me quedará alguna otra pieza más por escribir, pero no sé cuál será.
Siguiendo en esa línea, ahora giras el foco hacia la posguerra. ¿Qué te atraía de ese momento histórico para novelarlo? Bueno, llevaba ya un tiempo familiarizándome con esa etapa. Cuando escribí el guion de ‘Las trece rosas’ tuve que investigar y documentarme sobre cómo fue la represión después de la guerra. Y la verdad es que me pareció un periodo tan apasionante por la violencia, el hambre, la devastación, la fractura social y el estraperlo, que pensé que algún novelista tenía que contarlo. Además, es un periodo poco visitado por la literatura. Hasta ahora solo Almudena Grandes, Andrés Trapiello y alguno más lo han hecho.
Tú no hubieras podido escribir una novela como ‘Castillos de fuego’ en aquella época. No, ni yo ni creo que nadie, porque hubo muchas cosas que no se podían contar sobre cómo era la vida cotidiana de entonces, regida por el miedo, el hambre, la injusticia, la desigualdad, los fusilamientos o las delaciones. Todas estas cosas la censura no me las hubiera permitido publicar.
Tu mirada sobre este tiempo doloroso y oscuro es muy serena, despaciosa, ¿hay que tomar mucha distancia para narrar las peripecias de estos personajes, tan marcados por la miseria económica y social y la represión? Hay un parapeto natural que viene dado por el hecho de que yo no viví aquella época y, en consecuencia, no hablo desde mi propia experiencia. Por tanto, todas las referencias que tengo, al fin y al cabo, son indirectas. Y esa distancia me permite no juzgar, no implicarme moralmente en la historia, de tal forma que no he entrado en ella a impartir justicia o a ajustar cuentas con el pasado. Me he limitado a mostrar una España atroz, como fue la de nuestros padres y nuestros abuelos y que el lector sea quien extraiga sus propias conclusiones.
¿Es precisamente para mantener esa distancia, por lo que has escogido la tercera persona para narrar? Sí, porque quería pensar que las propias acciones de los personajes los describía y los definía, sin que yo tuviera obligación de opinar.
Pero ante este cúmulo de situaciones injustas no es fácil abstenerse de opinar, ¿no crees? Sí, claro. Opinión siempre hay, porque tú eliges unas historias y no otras, pero al mismo tiempo he tratado de que los personajes se vean a la luz de dos perspectivas diferentes. Por ejemplo, Avelina, la mujer de Revilla, adopta un niño y lo hace por el bien de ese menor, ya que a fin de cuentas le asegura una educación y un buen futuro a una criatura que no la iba a tener. Sin embargo, con nuestra perspectiva actual, lo que sabemos es que lo que ella hacía era un secuestro.
Mientras leía ‘Castillos de fuego’, he tenido la sensación de que contemplaba el cuadro del Guernica de Picasso, pero sin bombardeos. En resumen, el retrato escrito de un grave momento histórico. Sí, es un Guernica pero más realista y menos expresionista, ¿no? Desde luego la idea mía era construir un fresco de la época en el que cupiera todo, donde cada personaje acarreara su propia historia y que, al mismo tiempo, esa historia representara también otras vidas para que el lector se implicara en ellas como si viviera en ese mundo.
La novela se desarrolla a lo largo de seis años, que coinciden con la duración de la Segunda Guerra Mundial. De este modo tenemos dos periodos de violencia superpuestos: uno dentro y otro fuera de nuestras fronteras. Hay mucha gente que no se acuerda de cómo eran las cosas entonces. Todo lo que ocurría en Europa repercutía en lo que pasaba aquí. Franco instauró su régimen fascista en 1939, porque pensaba que la marea nazi era imparable y barrería Europa. Él se sentía legitimado para instaurar un régimen de exterminio, al mismo tiempo que, en aquel momento, los comunistas se encontraban bastante desconcertados porque su líder, Stalin, había pactado con Hitler. La resistencia interna estaba colapsada por completo, porque cómo iban a luchar contra el fascismo los mismos que obedecían a Stalin, el aliado de Hitler. En Francia la situación era idéntica y hasta que Hitler no se volvió contra Stalin no hubo resistencia francesa.
Por tanto, los altibajos de la Segunda Guerra Mundial tuvieron su reflejo en nuestro país. La evolución de la Segunda Guerra Mundial incidió completamente en la vida española y en 1944 el destino de España podía haber cambiado, si la invasión por el Valle de Arán hubiera funcionado, si la resistencia interna se hubiera terminado de organizar, si hubiera existido un líder carismático de la oposición y, sobre todo, si EE.UU. se hubiera decidido a liberar España como liberó a Italia.
Simplificando mucho la situación, ¿podríamos definir la posguerra como el tiempo de la lucha entre la Dictadura y el Partido Comunista? La única resistencia que hubo la protagonizó el Partido Comunista y más que lucha fue la represión ejercida por el régimen sobre los resistentes, que quedaban en el interior. Además, hubo muchas contradicciones en el Partido Comunista. Bastantes de sus dirigentes dentro de la Península sufrieron esa situación y algunos de ellos fueron perseguidos tanto por los suyos como por la Dictadura. Son esas cosas que la gente desconoce y a mí me gusta recordar. Igualmente, me gusta reivindicar la parte sacrificada y heroica de los comunistas y, al mismo tiempo, destacar la parte perversa de su dirección fuera de España, capaz de eliminar, como acabo de decir, a sus líderes en el interior, porque se sentían capaces de pensar por ellos mismos.
De madrugada, en Madrid se escuchaban los disparos de los fusilamientos y los tiros de gracia. ¿Es esta la banda sonora de ‘Castillos de fuego’? Sí, pero también, como ocurre en la película de Basilio Martín Patino, lo es la copla, Celia Gámez y el ‘Ya hemos pasao’, mientras, efectivamente, suenan los tiros de gracia. Hay una canción de Joaquín Sabina, ‘De purísima y oro’, que en seis u ocho estrofas recrea perfectamente esa época en Madrid: «Habían pasado ya los nacionales/ Habían rapado a la señá Cibeles…»
Aquellos fueron años dominados por la religión católica. Sin embargo, y lo comprobamos en la novela, para algunas personas la religión representaba la posibilidad de aferrarse a una cierta esperanza ante un futuro que se adivinaba incierto y oscuro. La Iglesia fue corresponsable del régimen de exterminio, entre otras causas porque la guerra había sido una cruzada religiosa y los religiosos también habían sufrido la represión. Miles de ellos murieron fusilados por los milicianos. La unión entre la Iglesia y la Dictadura fue íntima. Pero es verdad que hubo otra religiosidad, que se manifiesta en algunos personajes, como Basilio, para los que, ante situaciones muy extremas y violentas, la religión significaba un refugio, una búsqueda de consuelo y paz, sin que ello implicase creer en los dogmas de la Santa Madre Iglesia.
En medio de esta sociedad tan devastada, un personaje cuenta que la gente ya no pronuncia palabras como felicidad, alegría, esperanza o futuro… La vida cotidiana era tan dura, aciaga y triste entonces, que apenas quedaba espacio para la esperanza. Sin embargo, al mismo tiempo, siempre florecía la bondad e incluso, en situaciones tan penosas como aquellas, había un pequeño hueco para el amor.
También quedaba sitio para sinvergüenzas y desalmados, como el personaje de Aníbal Ruiz, un timador, que se hizo pasar por sacerdote para recaudar fondos con los que reconstruir su falsa parroquia que, según contaba, «habían destruido unos hombres sin conciencia». Digamos que la rapiña estaba legitimada y cualquier espabilado que estuviera en el bando adecuado podía aprovecharse de las circunstancias para enriquecerse. Matías Revilla, otro personaje, lo hacía de forma institucional, mientras que Aníbal Ruiz iba un poco por libre. Esa legitimidad era incluso jurídica, porque existía la Ley de Responsabilidades Políticas, que permitía hacerse con los bienes de las personas que habían sido delatadas o fusiladas por su pasado republicano.
Algunos personajes de ‘Castillos de fuego’, como Heriberto Quiñones o Jesús Monzón, viven bajo una doble identidad. Debía de resultar muy complicado estar todo el tiempo vigilantes, temerosos de que cualquiera los reconociera y denunciara. Eran personas que vivían circunstancias extraordinarias y tenían que adaptarse al medio, porque sabían que en cualquier momento podían ser delatadas. Heriberto Quiñones y Jesús Monzón eran agentes infiltrados, revolucionarios profesionales acostumbrados a utilizar identidades falsas, cambiar de domicilio constantemente, elegir con quien se relacionaban y mirar por encima del hombro para detectar el peligro. Las vidas de estos agentes en la clandestinidad eran apasionantes y no me explico por qué no hay más novelas sobre ellos. Son personajes fascinantes, a los que, al final, su propio partido calumnió. Y no quiero revelar más detalles por no destapar su final.
Otro elemento muy interesante es el papel de la radio, que se esforzaba en recordar a la población que el peligro siempre acechaba y que continuaban en pie de guerra, algo parecido al control del Gran Hermano de Orwell. Sí, es verdad, todo el tiempo la radio repetía consignas, pidiendo a la población que se mantuviese alerta frente al enemigo que acechaba… Existía una especie de totalitarismo informativo y toda la información que llegaba al ciudadano lo hacía a través de los canales de prensa y radio, controlados por el estado. Por otro lado, estaba prohibido utilizar cualquier otro medio de difusión. Si te pillaban escuchando la BBC estabas cometiendo un delito, ya que mostrabas tus simpatías hacia sus adversarios políticos. En realidad, todo esto era algo completamente orwelliano. En los cines, al final de cada sesión, o en cualquier espectáculo multitudinario, obligaban a cantar el ‘Cara al Sol’. Ahora mismo nos parece increíble pensar que hace tan solo ochenta y pocos años España era así, porque los que vivimos el final del franquismo, sabíamos que aquello era una dictadura cruel, sin partidos ni libertad, pero, al lado de lo que fue la Dictadura durante sus primeros seis años, no era nada.
Imagino que el personaje de Valentín está basado en alguno de aquellos famosos comisarios represores de la Brigada Político Social, ¿no? Fue también, más o menos, mientras me documentaba para escribir el guion de ‘Las trece rosas’, cuando apareció el nombre de Conesa, como exmilitante de las Juventudes Socialistas Unificadas. Precisamente, él fue quien delató a varios camaradas y luego ingresó en la Brigada Político Social, donde se dedicó a luchar contra el comunismo. El personaje de Valentín, lejanamente, está inspirado en él. Pero hubo muchas otras figuras muy similares.
¿Esta novela hubiera podido funcionar igual de bien en cualquier otra ciudad española que no fuera Madrid? Habría sido una novela distinta porque, por ejemplo, en Sevilla y Galicia la represión se ejerció en 1936. Madrid era más importante, porque en ella se cruzaron los destinos de la gente poderosa y de aquellos que intentaban contrarrestar ese poder. En otros lugares tampoco hubieran podido aparecer personajes como Ridruejo, Serrano Suñer o Heriberto Quiñones… Definitivamente, creo que esta historia no habría podido contarla en otro lugar.
La última por hoy: ¿llevas ya algún nuevo proyecto literario entre manos o te estás recuperando aún del esfuerzo que ha supuesto escribir esta novela? Ahora estoy descansando de la ficción. Pero ya he empezado una cosilla bastante distinta. Por primera vez en mi vida, que no es particularmente interesante, estoy preparando algo autobiográfico, que no es autoficción, un género que no me gusta. Me interesa la ficción y las biografías, pero no me gusta mezclarlas. Así que ahora que tengo sesenta y dos años y aún me acuerdo, voy a escribir unas memorias de infancia y juventud. Ha llegado el momento en que me apetece ponerlas por escrito y manifestar que he tenido una vida buena. Creo que he de mirar al pasado con gratitud, porque llevo treinta y nueve años siendo escritor y he podido cumplir el sueño de mi infancia. En consecuencia, quiero dar las gracias a la vida por todo ello.
Me la dejas botando… No puedo resistirme a decirte que eres una rara avis, un escritor que pretende contar cosas agradables en un libro, sin tristezas ni desgracias, algo poco frecuente entre tus colegas, porque la bondad no vende libros. Hay mucha gente que piensa que los libros han de contar la tragedia del ser humano, pero a veces también hay que mostrar cierto agradecimiento a la vida, que es maravillosa, y creo que deberían escribirse obras para hablar de la emoción y la gratitud que siente una persona por haber nacido. Me ha tocado vivir la mejor época de la historia de España en unas circunstancias felices. Lo más trágico que me ha ocurrido es que mi padre falleciera cuando yo era un niño, hace ya cincuenta y muchos años. Pero por lo demás, como decía, la vida me ha permitido cumplir el sueño de vivir de la escritura, mi juguete favorito.
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