Tengo un amigo, bastante culto, que se sorprende de mi capacidad para hilvanar un par de columnas de opinión a lo largo de cada semana. No sé si lo hago bien o mal. Lo llevo haciendo desde hace dieciocho años. Esta inveterada costumbre me la inculcó una profesora de la facultad de comunicación (Bella Palomo) que me incitó a involucrarme en la aventura de poner en marcha un blog (periodista a los sesenta) en el que he ido volcando más de 1.400 entradas a lo largo de todos estos años. El ponerme a escribir ha pasado de ser un entretenimiento a una necesidad. Durante la etapa en la que sufrimos la pandemia me ayudó a sobrevivir enclaustrado pero en constante comunicación con el resto de mis amigos y conocidos. Cada día dedicaba varias horas a recoger por escrito mis recuerdos, mis vivencias y mi esperanza en una pronta vuelta a la normalidad. Con todo lo escrito se podían publicar varios volúmenes de grueso calibre. Intento ser un apóstol de la costumbre de escribir. Ya que no se escriben cartas –el correo electrónico y la proliferación de teléfonos se las han cargado-, podríamos redactar ideas o pensamientos en la memoria de nuestro ordenador. Esta costumbre tiene como premio dos momentos de satisfacción. El primero, al redactarlo. El segundo, cuando al cabo de los años lo relees. Es una sensación parecida a la que sentimos cuando encontramos aquellas viejas fotografías con las que jugamos a adivinar donde, cuando y con quién estábamos en aquellos momentos. Lo que escribimos es una especie de fotografía de lo que pensamos o vivimos. Cuando yo era adolescente algunos de los coetáneos, más las chicas que los chicos, acostumbrábamos a redactar un diario que guardábamos celosamente de las miradas ajenas. Parece ser que se ha perdido la costumbre. Días atrás intenté adquirir uno para regalárselo a una de mis nietas y me fue imposible encontrarlo en varias papelerías. Finalmente lo pude encontrar, como no, a través de Internet. Los pertenecientes al segmento de plata tenemos el tiempo suficiente para dar rienda suelta a nuestra capacidad de recoger por escrito cuanto se nos ocurra. Personalmente tuve la oportunidad hace algunos años de impartir un curso básico sobre estos temas a un grupo de jubilados del barrio de la Trinidad. Tuvo un éxito extraordinario. Del mismo salieron un montón de “aficionados” que pusieron en práctica su vocación oculta por las letras. Yo he cumplido con mi obligación. He creado la suficiente inquietud en mis lectores y he puesto en marcha la afición en mi nieta Alejandra. Ya tiene su diario. Ahora solo falta rellenarlo. Termino postulando por el escribir a mano. ¡Ay! También hemos perdido la costumbre. Aun recuerdo las plumillas de La Corona y los tinteros de anilina en los pupitres. Primero los bolígrafos y después las plumas Parker fueron pasando por nuestras manos. Hoy en día estoy rodeado de plumas estilográficas oxidadas por la falta de uso. El ordenador ha acabado con alguna de nuestras sanas costumbres. Cosas del progreso.
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