Los eficaces siempre llegan a tiempo a la salida del tren; de hecho, apenas ocupan su asiento, la máquina silba y sus ruedas corren sobre la vía como espuma en el agua. Los torpes llegan siempre cuando el tren ya ha salido y sobre la estación cae un polvo de mariposas muertas. Ellos suspiran ausentes mientras imaginan el pasar de los árboles tras las ventanillas como pájaros suicidas.
Los eficaces aciertan con la mejor ruta en la ciudad y nunca sufren los engorros de los atascos. Los torpes llevan libros de Julio Cortázar en el asiento del acompañante y se olvidan de arrancar cuando cambia el semáforo. Pobres bobos, no ven llegar al policía que los ha de llevar a la cárcel ni al impaciente que les dará muerte.
Los eficaces llevan trajes de lino y trabajan en altos edificios acristalados. Toman vermut los viernes a medio día y juegan al golf en los atardeceres de verano. Los torpes siempre fracasan en todos sus intentos laborales: si fabrican fusiles, los despiden porque solo disparan claveles; si construyen un muro, se les agujerea como una camisa apolillada; si se hacen profesores, los niños los adoran y nunca suspenden a ninguno, así que los despiden por cursis e incompetentes.
Los eficaces viven en barrios de aceras alfombradas y farolas de aluminio. Los torpes deambulan por callejuelas mojadas y nunca encuentran su casa. Los eficaces tienen hijos gordos y sanos. Los torpes renunciaron a la compañía cuando eran muy pequeños y aún sueñan con las manos de su madre después de la lluvia.
Por eso los torpes están destinados a extinguirse. En realidad, ya son pocos y su desaparición será tan ignorada como práctica. Solo es pobre gente que lastra la economía del país.
Un día no quedará ninguno. Entonces, no habrá atascos, ni trabajos inútiles, ni tiempo perdido. Nadie sobrará y todo el mundo tendrá su lugar. Tampoco habrá árboles que regar, ni sendas que recorrer, ni poemas que leer, ni canciones que escuchar. Ni atardeceres sobre el mar, porque no habrá nadie para mirarlos.
|