Tan solo durante las últimas décadas (pongamos medio siglo), la movilidad de especies silvestres ha sido muy superior a la que ha tenido lugar en los anteriores dos millones de años. Animales que durante milenios ocuparon selvas, océanos y desiertos viven hoy en salas de estar, cocinas, terrazas de apartamentos o discotecas. El motivo es muy simple: la comunidad humana del mundo industrializado ha convertido la compraventa de animales exóticos en un negocio con extraordinarios beneficios, que tiene además el dudoso honor de encabezar la lista de las actividades delictivas más rentables, solo superado por el comercio de armas, de drogas y de personas.
En realidad, esta transacción zoológica a gran escala responde a la ecuación consumista que todo lo condiciona en una sociedad mercantilizada como la que hemos creado, unido al hecho de que hoy los animales no humanos siguen teniendo el status de propiedad, de simples objetos de intercambio.
Las tiendas especializadas del mundo rico se han convertido en un inmenso bazar donde es posible adquirir casi cualquier tipo de animal. Existe un auténtico «servicio a la carta», siendo también que la publicidad crea tendencias y modas. Si bien es cierto que estamos ante el conocido fenómeno de la oferta y la demanda, debe hacerse la salvedad de que, en el caso que nos ocupa, no se trata de meros enseres inertes, sino de individuos sensibles al dolor físico y al padecimiento emocional.
En realidad, la en apariencia «inocente» compra de un animal en uno de esos establecimientos conocidos popularmente con el horrendo nombre de pajarerías es el desencadenante de todo un engranaje que enriquece a unos y somete a otros a un régimen de esclavitud perpetua (afortunadamente abolido en todo el planeta para los individuos humanos).
Una buena fórmula para advertir todo el dolor que implica el comercio de animales silvestres consiste en realizar un seguimiento de los protagonistas desde que viven libres en su entorno natural hasta que son adquiridos en el lugar de destino, a miles de kilómetros de distancia. Por lo general, los países de procedencia suelen ser pobres, con lo que resulta sencillo convencer a algunos de sus habitantes para que esquilmen el medio en busca de lagartos, aves, ranas o cualquier animal que pueda ofrecer ganancias económicas. A sabiendas de que todo el proceso implica un fuerte shock que acabará en la práctica con buena parte de las capturas, estas suelen ser masivas, sin que además se tenga especial cuidado en el manejo de los animales. Muchos de ellos apenas sobreviven a los primeros días de cautiverio, y otros se vuelven inapetentes (¡normal, con semejante trauma!), por lo que es habitual la alimentación forzada a base de papillas. Lo grosero de la operación hace que a algunos la comida les encharque los pulmones, provocándoles una angustiosa muerte. Las condiciones en las que viajan los supervivientes son simplemente atroces. Hacinados en jaulas, envueltos en papel de periódico o instalados en los más diversos recipientes para sortear las aduanas, no es extraño que el número de ejemplares que llega con vida a su destino sea muy reducido. Dependiendo de la especie de que se trate, el porcentaje de mortalidad llega a afectar a ocho de cada diez víctimas. Y a los que superan esta etapa les espera una costosa recuperación. En el mejor de los casos, serán adquiridos por personas que, en la medida de sus posibilidades, tratarán de ofrecerles un entorno rico y de satisfacer sus necesidades primarias. Sin embargo, todos estos esfuerzos bienintencionados no conseguirán sino una burda caricatura del entorno natural de donde nunca debieron haber salido.
Hasta aquí algunos apuntes ―por otra parte bien conocidos― de las nefastas consecuencias que tienen para los animales el que podríamos calificar de «tráfico ilegal». Porque es este uno de los puntos de inflexión del debate sobre el comercio de especies: la distinción buscada de dos actividades que desde el punto de vista de los intereses y de los derechos de sus desdichados protagonistas tienen secuelas similares. En tal sentido, los medios de comunicación e incluso las diferentes administraciones se han encargado de hacernos creer que es el tráfico ilegal el que debe combatirse, el único negocio perverso, concediendo así una licitud moral al grueso de todo el montante regulado y legal, que crea en la práctica tanto o más sufrimiento que el primero.
Con independencia de que el animal haya sido capturado en su medio o nacido en cautividad, el resultado de una adquisición caprichosa o poco reflexionada es fácil de adivinar. La ilusión inicial se torna más pronto que tarde en falta de interés, desaparece el encanto de las primeras semanas, y la serpiente, ardilla o sapo se acaba convirtiendo en un estorbo del que tratamos de deshacernos a la primera oportunidad que se nos presenta. Para ello, fundamentalmente se utilizan tres vías: depositarlo en uno de los centros de acogida que existen; regalarlo o malvenderlo a terceros; o, por último, liberarlo en la naturaleza. La segunda opción no hace la mayoría de las veces sino alargar el periplo del animal. En cuanto a la primera vía, quienes desarrollan su labor en uno de los centros de acogida mencionados conocen muy bien la dimensión del problema, por ser receptores de cientos de estos animales cada año, a los que buscarles una solución satisfactoria se convierte en un reto imposible. Con frecuencia, la medida más «práctica» es el sacrificio sistemático, a ser posible ocultado a la opinión pública, por mantener la imagen amable y benefactora que exhiben.
Pero es la tercera opción la que más preocupa a las diferentes administraciones, paradójicamente las mismas que asumen una incomprensible relajación en las etapas previas a la suelta de ejemplares en el medio. En efecto, estamos ante un problema cuyas consecuencias finales son ya identificables por los expertos en la materia: hibridación con especies genéticamente similares, competencia por la comida con ejemplares autóctonos, agresividad directa… Lo cierto es que aquellos poderes públicos con competencias en el tema suelen aplicar protocolos de actuación tan contundentes como la captura y eliminación física de los animales, a los que se reserva la poca amistosa etiqueta de especies invasoras, como si por su parte se tratara de una estrategia de conquista consciente y malévola. He aquí uno de los elementos de reflexión más sugerentes en este campo: la legitimidad moral que nos asiste para poner en marcha una política de eliminación dolorosa de animales inocentes sin que previamente hayamos establecido fórmulas básicas para evitar tan calamitosos resultados finales.
Parece claro que, desde postulados puramente animalistas, la solución pasa por un cambio de mentalidad profunda que convierta el hecho de adquirir animales en una opción mal vista (¿políticamente incorrecta?). Pero mientras llega ese momento debe ejercerse sobre los propietarios un control exhaustivo, que pasa inevitablemente por la identificación del mayor sector de animales posible. Detrás de cada uno de ellos ha de existir un responsable con nombre, apellidos y domicilio. Y es dicho ciudadano o ciudadana quien debe trasladar al organismo que corresponda cualquier circunstancia relevante, como pueda ser la adquisición, fallecimiento o extravío. Una situación como la sugerida puede parecer hoy ciertamente quimérica, pero existen no pocas realidades que han variado de forma radical en apenas unos años, cuando en un principio tal cambio parecía imposible. Nos topamos otra vez con la falta de interés y de voluntad administrativa; sí, las instituciones que, como mínimo, deberían cumplir escrupulosamente las normativas que ellas mismas propugnan.
En el terreno de las reflexiones más genéricas, cabe destacar que uno de los problemas clave que se derivan del cautiverio de animales silvestres en nuestro entorno es que aquellos se hallan en un estado de dependencia absoluta, pues nada de lo que hagan les reportará grandes beneficios. En su medio natural pueden escabullirse a la menor señal de peligro, o establecer las relaciones sociales que les son propias. Nada de esto es posible en un acuario instalado junto al televisor, o en la jaula que no permite ver a su recluso más paisaje que una cocina con permanente olor a fritangas. Para los peces, la temperatura del agua resulta fundamental, y en cautividad no pueden desplazarse ni siquiera un metro. Un medio en pésimas condiciones puede ser el resultado de algo aparentemente tan trivial como que al cuidador humano le dé pereza cambiar el agua de la pecera u olvide oxigenarla adecuadamente.
Los animales silvestres no pueden desarrollarse con una mínima dignidad en nuestro entorno. Sus potenciales biológicos y comportamentales se encuentran cercenados de por vida. Son víctimas de un «contrato» unilateral que ellos nunca firmaron, y de cuya aplicación siempre salen perdiendo, convirtiéndose así en esclavos de nuestro egoísmo y de nuestra vanidad. Sus vidas en cautividad son apenas una burda imitación de la libertad y de todas las posibilidades que esta ofrece.
Como en tantos otros escenarios, se da la aparente paradoja de que quienes crean el problema tienen en sus manos la solución. Si el detonante de toda esta locura es la demanda, el factor de corrección apunta a lo contrario. Nuestra responsabilidad ética como consumidores debería orientarnos hacia dicha solución: no participar en un negocio sucio, adjetivo aplicable por encima de la etiqueta asignada de «ilegal» o «lícito». El sufrimiento no entiende de acuerdos jurídicos ni de convenios internacionales, de tal forma que un periquito con los papeles en regla pero enjaulado padece las mismas carencias emocionales que la tortuga «sin papeles».
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