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La Europa que algunos imaginábamos

Nació principalmente como una comunidad económica. Sabía que por la vía de la paz y del entendimiento podía conseguir más que debilitándose en guerras intestinas
Luis Méndez Viñolas
viernes, 28 de abril de 2023, 10:03 h (CET)

Está claro que los ciudadanos proponen y los políticos disponen. Cada día es más evidente. Incluso ha habido un cambio sustancial, los empresarios, atendiendo a sus intereses empresariales (y el pleonasmo es intencionado) proponen y unos políticos que no sabemos en dónde alimentan sus decisiones (es un decir), disponen cosas que no interesan a casi nadie; y lo que es peor, a las que no se ve eficacia alguna.


Quienes éramos jóvenes estábamos tan desinformados como ahora; pero encima éramos más ingenuos. A los que ya no somos jóvenes nos pasa como al olvidado León Felipe (según Borges sólo hay un escritor hispano que merezca la pena: Cervantes. Él sabrá, que ha leído el Quijote en inglés y escribe en español porque respeta demasiado el inglés –textual--). Uno de esos inmerecidos de recuerdo, que es León Felipe, decía: “Yo no sé muchas cosas, es verdad./ Digo tan sólo lo que he visto./ Y he visto:/ que la cuna del hombre la mecen con cuentos, / que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, / que el llanto del hombre lo taponan con cuentos, / que los huesos del hombre los entierran con cuentos, / y que el miedo del hombre... / ha inventado todos los cuentos. / Yo no sé muchas cosas, es verdad, / pero me han dormido con todos los cuentos... / y sé todos los cuentos”. 


Atendiendo a la manida pregunta, no nos llevaríamos el Aleph a esa isla tan visitada; mejor una antología poética de este incrédulo de León Felipe, que se consideraba gusano que sueña y sueña verse un día volando en el viento. Perdón por la digresión, sabemos que estas cosas son ridículas ñoñeces, incomprensibles para aguerridos jugadores de videoconsolas, como muchos de nuestros políticos.


La cuestión es que la Europa que imaginábamos no se parecía en nada a esta. Obnubilados por las suecas (actualmente se incluiría con razón a los suecos) que nos visitaban gracias al ministro Fraga, y gracias también al libro de Enrico Altavilla, “Suecia, infierno y paraíso”, atisbamos algo que se parecía a lo que ahora se llama estado de bienestar.


Para algunos, Perpiñán era el objetivo cinematográfico; para otros, más materialistas (de materialidad), la cosa iba a más. Por ejemplo, estaban los socialdemócratas, que hablaban de paz, de neutralidad, de no alineamiento con las superpotencias; que saludaban la incipiente (y en parte aparente: no olvidemos a los Lumumbas, a los Cabral) descolonización. Teníamos a Olof Palme, que por algo sería asesinado (no nos creemos la versión cinematográfica que inculpa a un loco fanático), que era una especie de disidente dentro de un orden, al contrario del actual y también socialdemócrata alemán Olaf Scholz, que es un disciplinado administrador dentro del desorden.


La Europa que imaginábamos pretendía ser puente dentro del continente y fuera de él, lo cual, después, le permitió, en cierto sentido, un puesto central y un gran desarrollo. Por supuesto, la conformaban sistemas capitalistas, pero de un capitalismo industrial que no pretendía desarrollarse mediante la impresión de billetes sin respaldo y la creación de una deuda impagable (recuérdese que los principales países de la UE, junto a los EE.UU. son los más endeudados del mundo); esa Europa capitalista, decíamos, pretendía desarrollarse creando industria y puestos de trabajo bien remunerados. Era la solución a su escasez de materias primas. Lo público era respetado, sin cerrar el paso a lo privado; pero sin permitir a su vez que las grandes multinacionales la mangonearan; o al menos eso creíamos; es importante subrayarlo, porque nada es tan ideal como se cree.


Tampoco pretendía ser un continente policía de otros continentes. Menos, guerrera con espada flamígera a lo san Miguel. No sabemos si es que era más hipócrita, pero la hipocresía, después de todo, y aparte de una trampa, es una especie de pudor, de reconocimiento al otro. Hemos hablado de socialdemocracia, pero en esta Europa de hoy ya no hay políticos como De Gaulle o Adenauer, que eran hombres de derecha, pero con un gran sentido de la soberanía nacional.


Ahora, por el contrario, tenemos políticos que se exaltan en la tribuna y llevan sus palabras allá donde no pueden, ni en realidad se atreverían. Ya lo advierte el antiguo (muy antiguo, de otra cultura distinta a esta) dicho andaluz: “El hombre, para ser hombre, necesita tres partidas: hablar poco, hacer mucho, y no alabarse en la vida”. Pero ¿cómo no alabarse en una época tan narcisista? Y respecto a hacer, el problema es que saben que quienes tendremos que hacer somos los demás, que no podemos hablar desde las altas tribunas, sino callar en los tajos. Y lo peor, ninguno siente la necesidad de legitimar sus decisiones preguntándonos. Es decir, prácticamente no existimos. Ya lo aclaró, con gran sinceridad, la actual ministra de exteriores de Alemania. Curiosamente, hoy día el partido verde de Alemania es el más belicista del país.


Volviendo a la socialdemocracia y al asunto de la hipocresía, podemos decir dos cosas: para los puristas no cabe cambiar de ideas así, es decir, pasar del marxismo al cristianismo sin alterar las siglas. Se pude cambiar de chaqueta, pero al chaleco no se le puede seguir llamando chaqueta, sin peligro de amonestación por parte de las academias de la lengua.


Respecto a la hipocresía, leamos al gran cristiano que fue León Tolstoi: “No sin razón la única palabra dura y amenazante de Cristo ha sido dirigida a los hipócritas. No es el robo, el pillaje, el homicidio, el adulterio, la falsificación, sino la mentira, la mentira especial de la hipocresía, lo que destruye en la conciencia de los hombres toda distinción entre el bien y el mal”. No vemos prototipos así en las tribunas. Ellos responderán que son socialiberales neoconservadores. O, mejor, socialdemócratacristianosneoconservadores. Queda muy claro. Este era otro de los misterios que no podíamos.


A esa Europa, además, la relacionábamos con la cultura. Es cierto que huérfanos de otra información, teníamos una visión eurocéntrica del mundo; pero, después de todo, éramos europeístas gracias a esa cultura que, ciertamente, se ha magnificado. No conocíamos a los Tagore (quizás una versión britanizada, cuando él era todo lo contrario), ni a los Miguel Ángel Asturias, ni a los Ba Jin, ni a los Wole Soyinka, pero hay que reconocer que era un gran centro cultural. ¿Ahora qué somos? una sucursal de una editorial extranjera (fuera del continente). Es más, en su decadencia, ha perdido el buen gusto del que antes gozaba. Mejor no poner ejemplos, no vayan a soliviantarse los aludidos.


Las gentes cualificadas para ello, deberían investigar sobre si esa Europa a lo frankenstein que nos presentan es la realidad o un ente de ficción interesado. Que todo es posible. No olvidemos que estamos en una época en la que los aplausos y las risas también existen enlatados.


Terminando: la unidad europea nació principalmente como una comunidad económica. Su finalidad era el desarrollo (no hablamos de desarrollismo) y tener voz propia (o eso creíamos). Forjada en la colisión de imperios (europeos) sabía que por la vía de la paz y del entendimiento podía conseguir más que debilitándose en guerras intestinas. Había entrado en la OTAN, pero esto no era indicativo de que hubiera de renunciar a su autonomía, ni que pensara en una colisión con el Pacto de Varsovia.


Para esos jóvenes, Europa era la antítesis de un ente subalterno que haya de inmolarse en nombre de no se sabe qué verdad; porque encima, todo lo que se proclama airadamente no es más ni menos el reflejo de la imagen de quienes así vociferan. De ser una solución para resolver sus problemas, se ha convertido en la solución para los problemas de otros poderes que no están resultando nada amigables ni bienintencionados. En definitiva, se ha convertido en una comunidad antieconómica. Y hay una verdad incuestionable, a sus dirigentes, de haber imparcialidad, les habrían retirado inmediatamente cualquier título en relaciones internacionales del que disfrutaran.

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