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La sonrisa de Dios

“Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida ya están medio muertos” Bertrand Russell. Filósofo, matemático y escritor británico
César Valdeolmillos
lunes, 18 de abril de 2016, 08:57 h (CET)
Más de 500 organizaciones del Foro de la familia, se reunieron para decir sí a la vida. Un sí a la vida que significa, no, al aborto, no, a la eutanasia. Y desde luego, si hay una imagen que refleje ese sí a la vida, sin lugar al menor equívoco, es la imagen de un niño.

Cuando salgo de casa, suelo pasar por una amplia plaza en la que el ayuntamiento ha instalado toda una serie artilugios para que puedan jugar niños de dos a seis años, de tal modo, que ese espacio se ha convertido en un refrescante oasis de vida en mitad del árido desierto de los adultos.

No hay vez que no atraviese aquel pequeño jardín de la infancia, que no me detenga a contemplar con gran ternura los juegos de esos diminutos gigantes. Diminutos por su envergadura física, y gigantes porque son los pilares sobre los que ha de asentarse el futuro.

Llenos de entusiasmo, los veo correr con sus brazos abiertos y las manitas extendidas, en un gesto con el que parece que quisieran abrazar el universo, sin saber que este anida ya en su interior. En sus carreras hacia no se sabe dónde, profieren gritos de hilaridad por no se sabe qué. Seguramente porque son felices. Están cumpliendo con su misión. La única que tienen. La de ser niños. Ellos alegran nuestros corazones con su mirada limpia y sus juegos inocentes con los que se inventan la vida. ¡Ay de ellos si no la inventan! Él niño, en la soledad de su mundo, habita entre los adultos en un universo que le es ajeno a su propia naturaleza. Por ello improvisa en cada momento su propia existencia.

La vida del niño, no es la vida de los mayores. Es un libro sin escribir, una posibilidad incierta, un interminable día que llenar; algo que se va haciendo a la medida de sus pasos, a la medida de sus alegrías y sus lágrimas. Es una efímera estrella independiente que terminará siendo absorbida, por la galaxia de los adultos. Aunque no estoy muy seguro, de que en no pocas ocasiones, la luz propia de esa estrella merezca la pena de irse apagando hasta perderse entre el polvo nebuloso, gases y partículas nocivas, que constituye el incomprensible sistema del universo de los adultos.

El fin del niño puede que sea construir el futuro, no lo sé, pero en su misma fragilidad es ya perfecto y no precisa del hombre que está llamado a ser para cumplir su efímera función de presagio del mañana.

Sin embargo, en medio de ese mundo nebuloso que el niño no puede comprender, él sabe encontrar la luminosidad del amor. Dale amor a un niño y él te devolverá una sonrisa.

¿Qué es lo que hace, que con el paso de los años, las risas de esos corazones limpios se trasformen en el ceño fruncido y la mirada hosca, propia de aquellos en los se ha asentado el egoísmo, la codicia, la ambición sin límites, la frustración, la mentira y la hipocresía? Dicen que dejamos de jugar, porque dejamos de ser niños. ¿No será que dejamos de ser niños, porque dejamos de jugar? Y es que hubo un día, no recordamos cuál, que en el más oscuro rincón de nuestra alma, secuestramos al niño que fuimos, olvidando que la sonrisa, es siempre la distancia más corta entre dos personas.

¡Ay! del hombre, que inconmovible, se marche feliz del mundo de las riquezas, sin recibir ni una sonrisa de quienes le acompañaron en su viaje.

Hemos olvidado que si en vez de encerrarnos en nosotros mismos, nos diéramos a nuestros semejantes con afecto, respeto, verdadero interés por sus intereses, y sobre todo, con una sonrisa en los labios, todo sería mucho mejor.

La risa debería ser declarada patrimonio de la humanidad, porque no hay nada más noble que interesarnos de verdad por los demás y llevar a quien más lo necesita una sonrisa y un saludable motivo para reír y vivir.

Por eso, quien es capaz de ensombrecer la alegría de un niño, mejor es que no hubiera nacido, porque la sonrisa de un niño, es la sonrisa de Dios.

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