En los currículos actuales, establecidos por la ley educativa que ahora rige, nos encontramos con conceptos nuevos, o no tan nuevos, como el de “competencia”, en sus dos vertientes actuales: una en que se apellida “clave” y otra, “específica”, pero que ambas incluyen un mismo denominador común en su definición: son desempeños que el alumno ha de saber desplegar o demostrar mediante actividades o situaciones en las que tienen que demostrar los conocimientos, destrezas y actitudes, términos estos que se aglutinan ahora bajo la locución “saberes básicos”. El caso es dejar su marca, huella o impronta de todo aquel que, aunque sea por poco tiempo, ocupa algún asiento ministerial.
Han aparecido otras sabias denominaciones para aludir a lo ya existente y confundir más, si cabe, a quienes han de luchar diariamente en la dura batalla contra los alumnos: Véase, entre otros, el “perfil de salida”, que por momentos nos hace pensar en una pista de atletismo con los corredores a punto de lanzarse en veloz carrera al oír el pistoletazo de salida; o el de “saberes básicos”, antes aludido, que parece anunciar a los tratados antiguos salidos de las universidades humanistas; o el de “situaciones de aprendizaje”, que más que situar confunden a los profesores, que no saben si le hablan de actividades, ejercicios o tareas. Otros, como el de “estándar de aprendizaje evaluable” ha sido desechado por el último equipo ministerial que ha recalado en los asientos antes referidos cuando el anterior equipo ministerial lo incluyo como novedad. Dado que todos estos nuevos conceptos y nociones del mundo de la didáctica pertenecen al futuro de la educación, sin saber la vigencia que tendrán, intentemos interpretarlos y asumirlos partiendo de los conocimientos sobre el trabajo docente que hemos ido adquiriendo gracias a la experiencia adquirida en el pasado. De este modo, cuando oigamos hablar de competencias, aprendizaje competencial, desempeño competencial, desarrollo u objetivos competenciales, hemos de acordarnos de una habilidad que algunos hemos intentado inculcar a nuestros alumnos, como es la “capacidad de relación y sentido crítico”. El que se precie de ser un buen docente siempre ha tenido como uno de sus propósitos el de hacer razonar a sus discípulos y para tal cometido les pedía asentar unos conocimientos, para lo cual siempre es necesaria la memoria y relacionar unos saberes con otros para resolver el problema planteado, ya sea matemático, lingüístico, filosófico o de cualquier tipo, o para extraer unas conclusiones que sintetizaran lo aprendido. Eso es, ni más ni menos, el aprendizaje competencial. Y para ello hay que poner en marcha todos los conocimientos que constituyen nuestra cultura, sean de la disciplina que sean y que ahora, como hemos visto, se le da en llamar “saberes básicos”.
Si no existe el conocimiento y no los sabemos relacionar no hay desempeño competencial que valga y tal evidencia es frustrante para un docente, como alguna vez me ha pasado en la época en que tenía enfrente a los alumnos. Así, al explicar las figuras literarias y poner como ejemplo de metáfora la construcción “mi vida es un calvario”, pocos alumnos podían responder, pero no porque no hubieran asimilado el mecanismo de tal recurso, sino porque no tenían referente alguno sobre el nombre del monte en que Jesucristo murió en la cruz por todos nosotros. En otra ocasión, siguiendo con el tema religioso, me fue imposible hacer comprender a los alumnos la importancia que la Contrarreforma tuvo en la aparición y el auge de la poesía religiosa de la segunda mitad del siglo XVI, porque no recordaban o no sabían de la existencia de tal evento producido en la cristiandad por aquel tiempo o les era demasiado fatigoso relacionar ambos hechos. He podido conocer alguna de las causas de esa falta de habilidades de los alumnos, cuando en mi época de director me presentaba en un aula en donde se estaba impartiendo docencia por algún compañero y este se limitaba tan solo a dictar unos apuntes, cuyas hojas amarilleaban por el manoseo y el paso del tiempo. Esa escena constataba las escasas dotes pedagógicas de aquel sujeto para inculcar la capacidad de relación o, dicho en términos más modernos, el aprendizaje competencial de sus alumnos. Al contrario de esto último, he aprendido también otras prácticas de la profesión mucho más encomiables, al visitar, debido a mi trabajo de inspector de educación, centros extranjeros por otras latitudes en donde se desarrollan programas educativos relacionados con nuestro país. Allí los docentes españoles que acceden a las plazas ofertadas por el ministerio, imbuidos de otras formas de hacer, aplican métodos que bien pudieran tener similitudes con ese enfoque competencial que queremos aplicar en la enseñanza actual. Simplemente se trata de ofrecer a los alumnos un conjunto de materiales con los que ellos construyan su aprendizaje extrayendo de ellos el conocimiento necesario para resumirlo en unas conclusiones o en una exposición ante el profesor o sus compañeros. Es evidente que esta metodología supone un esfuerzo mayor por parte del docente que aquel que dicta apuntes, da la clase magistral o hace subrayar a los alumnos la lección del libro de texto al tiempo que se va leyendo en voz alta. A la confusión que se ve abocado el profesorado por la profusión de vocablos y de concepciones pedagógicos incluidos en su práctica diaria, concepciones estas últimas que los profesionales competentes ya empleaban con anterioridad sin necesidad de leyes que se lo digan, hemos de añadir el tipo de evaluación existente en nuestro sistema educativo. Si por un lado se adopta un tipo de evaluación basado en el dato cualitativo, que consiste en la superación de objetivos o la adquisición de competencias en determinados grados, por otro se sigue utilizando el criterio puramente cuantitativo, basado en calificaciones y en un número de materias calificadas positivamente para superar los cursos. Todos recordaremos los comienzos de la LOGSE, en donde la evaluación de los alumnos se convertía en un sufrimiento al final del trimestre, cuando había que rellenar aquellas sábanas infinitas adjudicando objetivos de forma interminable. Afortunadamente, aquel desvarío se corrigió a tiempo y se volvió al dato numérico para informar a las familias del proceso de aprendizaje de sus hijos. Difícil es conjugar ambas concepciones de la evaluación que las leyes solucionan con propuestas ambiguas, basadas en acuerdos de los equipos docentes, que no siempre se aplican correctamente, en cuanto a si un alumno, a pesar de haber suspendido varias materias, ha alcanzado los objetivos del curso. Es, simplemente, una manera de cuadrar el círculo y salir del atolladero como se pueda, pero sin aportar claves y soluciones para explicar a las familias las decisiones adoptadas cuando la situación académica del alumno no es clara. Volviendo a la crítica, siempre constructiva y con intención de ejemplificar lo dicho, en algún caso hemos tenido que intervenir como inspectores ante la reclamación a una decisión de calificación final, en la que un profesor ha votado colegiadamente con los demás apoyando la repetición, argumentando que el alumno en cuestión no había alcanzado los objetivos de su asignatura cuando, por otro lado, le había dado una calificación positiva. ¿Cabe mayor incongruencia? En conclusión, y a la vista de lo expuesto, hemos de decir que todo o casi todo está ya inventado en educación y que, como casi siempre, todo depende del maestro o del profesor con el que topemos, al margen de las leyes que continuamente van apareciendo y de las imaginativas concepciones pedagógicas y de nuevos términos inventados al amparo de las modas del momento.
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