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Imposturas

Es tanto el humo y el ruido, que no acertamos a entrever la normalidad o anormalidad que nos rodea
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 24 de enero de 2025, 10:09 h (CET)

Huyendo del frío, y sin entrar, como canta Sabina, en las rebajas de enero, ronda uno las calles entre cientos de rostros que asimismo vagan por la ciudad, hombres o mujeres, seres singulares, pues en la calle no existen los colectivos, solo las personas concretas. Se pregunta el viandante, entonces, por la normalidad, pues camina con el entendimiento arrasado por un montón de estímulos contradictorios, en un marasmo que incluye desde noticias nacionales e internacionales hasta apreciaciones diversas sobre la realidad concreta, sobre el día a día, sobre lo que parece y sobre lo que es.


Le viene a uno, de repente, a la cabeza Winston Churchill, a quien se atribuyen muchas frases o sentencias, siendo una de ellas la que define a la “democracia” como el sistema político en el que cuando alguien llama al timbre de madrugada, sabes que, al abrir la puerta, te vas a encontrar con el lechero. Se ha interpretado la sentencia, sobre todo, en relación con los Estados policiales, aunque caben otras posibilidades.


El caso es que, deambulando ante el gentío, intenta quien suscribe vislumbrar la normalidad que no se advierte en el universo de los medios y las redes, aquel en el que anida el “simulacro” pensado por Baudrillard, poblado ahora ya no por aquellos “mass media” de entonces, sino por otros nuevos, virtuales y más potentes, ubicados en el universo digital. En semejante caldo de cultivo, intenta uno aferrarse a la noción de normalidad, mas no resulta fácil en esta situación en la que nos asolan viejos ecos que parecían olvidados, con un “déjà vu” constante que puebla las redes y los medios, pero también la calle, en la que veo una pintada que llama a “luchar contra la reacción”, como si alguien supiera donde se ubica la misma. Se va le va la pinza a cualquiera entre los mensajes y proclamas de aquellos que solo perciben el peligro fascista y los de aquellos otros que disfrutan con Trump, o con los de Trump mismo y sus acólitos del mundo tecnológico, que hasta hace poco lo denigraban.


Y, de pronto, surge la sensación de una vuelta a la década de los setenta (del siglo XX), o tal vez de los treinta, pero coincido con la afirmación marxiana, no sé si marxista, de que los hechos suceden una vez como tragedia y solo se repiten como farsa. Tal vez. Recuerdo entonces a André Glucksmann, ensayista y filósofo francés de origen judío, quien (y se refería a Europa) afirmó, en una ocasión, que todo iría bien mientras estuviéramos mayoritariamente de acuerdo sobre dónde está el Mal, pero que el problema sucedería cuando algunos, con suficiente fuerza, creyeran saber dónde reside el Bien. Pues eso mismo está sucediendo. Desconozco si por ignorancia, frivolidad o mala baba, no hay interés ya en la concurrencia entre dispares para evitar el MAL, el que sea (el nazismo y el holocausto, a escala europea, las barbaridades de la guerra, en ambos bandos, por ejemplo, a escala española), sino que un porción considerable de ciudadanos abogan ya por encaminarse hacia el Bien, sea a través de la vía del nacionalismo o del populismo, de la vía woke o del comunismo cutre bolivariano. Cada vez más gente sabe lo que es bueno para el resto. En nuestro ámbito, nos llenan la cabeza con Trump, o con lo que sea, mientras la vieja Europa va perdiendo su preponderancia cultural, económica y tecnológica, y se instala en el unamuniano “qué inventen ellos”, trasladado desde el ámbito español al de Europa entera.


¿Normalidad? No se percibe. Quizás todo se repita como farsa, pero no lo hace ello menos dañino. No es, por tanto, un “déjà vu” lo que nos está inquietando, sino el tránsito desde el simulacro de Baudrillard a diversas imposturas que se presentan como ideas o proyectos de calado sin ser una cosa ni la otra. Es tanto el humo y el ruido, que no acertamos a entrever la normalidad o anormalidad que nos rodea. Ya no tocan el timbre los lecheros de madrugada, ni nunca lo hicieron en nuestro entorno, pero tengo por seguro que, a no mucho tardar, si ese timbre suena de madrugada, o nos llega su equivalente de hoy en forma de SMS institucional o correo electrónico, no nos toparemos con la versión actualizada del lechero sino con el avatar de la otra posibilidad que se sugería en la frase de Churchill. Veo los rostros en el paseo, surcando el frío, pero, en medio del bombardeo de soflamas, la normalidad se aleja.

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Hay quien se pregunta, cómo es posible que, a veces, el personaje central de la política de un país goce de escasa aceptación popular, según suelen decir los medios que no le son afines, y luego se le vote por un considerable número de ciudadanos, e incluso, sin contar con mayoría absoluta. Cuando concurren estas circunstancias, algunos consideran que se trata de todo un enigma político.

Huyendo del frío, y sin entrar, como canta Sabina, en las rebajas de enero, ronda uno las calles entre cientos de rostros que asimismo vagan por la ciudad, hombres o mujeres, seres singulares, pues en la calle no existen los colectivos, solo las personas concretas.

No me puedo olvidar de aquel simpático personaje interpretado por Anthony Quinn en el cine, me refiero a Zorba, el inquieto griego tan expresivo. Para él suponía una enorme dificultad el comunicarse con palabras, la elocuencia no estaba entre sus dotes. Su fuerte radicaba en la danza, se ponía a enlazar movimientos con cualquier motivo.

 
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