“Existen dos maneras de ser engañados. Una es creer lo que no es verdad, la otra es negarse a aceptar lo que sí es verdad”, Sören Aabye Kierkegaard. La transición española fue un proceso histórico que permitió el paso sin traumas de una dictadura a una democracia. Sin embargo, en los últimos años, los partidos nacionalistas y la izquierda radical, han cuestionado la legitimidad de este proceso, acusándolo de ser una farsa o una traición. Estos intentos de deslegitimar el espíritu de la transición se basan en argumentos falaces, sesgados, incompletos o tergiversados, que ignoran el contexto político y social de la época, así como los logros y avances que se consiguieron gracias al consenso y al diálogo entre las diferentes fuerzas políticas.
La evidencia de que los argumentos de quienes intentan deslegitimar aquel proceso histórico son una auténtica falacia, es que gracias al mismo, quienes así se manifiestan, gozan de los beneficios que les otorga la democracia para intentar invalidarla.
La prueba más reciente del grave riesgo en que se encuentra la democracia española desde la asunción al poder de José Luis Rodríguez Zapatero, son sus recientes declaraciones hechas a Carlos Herrera —calificadas por el propio Herrera en el mismo transcurso de la entrevista como una auténtica soflama— presentando como un hecho histórico y gran logro de la democracia, la claudicación de su gobierno ante ETA, y el indulto que el gobierno de Pedro Sánchez ha otorgado a los separatistas catalanes condenados por el golpe de estado del 1 de octubre. Teniendo en cuenta que ni ETA ha pedido perdón a las víctimas, y que los golpistas catalanes, al día de hoy, siguen insistiendo en que lo volverán a repetir, las declaraciones del ex presidente, son una muestra de su falta de rigor y de respeto a las víctimas, a los españoles, y a la propia democracia.
Zapatero no puede atribuirse el mérito de haber acabado con ETA, cuando ello fue el resultado de un largo proceso de deslegitimación social y política de la violencia, así como de una fuerte presión policial y judicial, tanto en España como en Francia, la que debilitó a la banda terrorista hasta el punto de obligarla a renunciar a la violencia.
A lo largo de los años, ETA sufrió diversas escisiones internas y perdió el apoyo social y político de gran parte de la sociedad vasca, que rechazaba la violencia como método para lograr sus fines. Al mismo tiempo, las fuerzas de seguridad españolas y francesas intensificaron la persecución de los miembros y colaboradores de ETA, deteniendo a muchos de sus dirigentes y desarticulando sus estructuras. Además, el Estado español aplicó medidas legislativas para ilegalizar a las formaciones políticas vinculadas a ETA y para impedir que los presos etarras se beneficiaran de la redención de penas. Todo ello provocó una profunda crisis en ETA, que se vio obligada a declarar un alto el fuego permanente en 2006, aunque lo rompió el 30 de diciembre del mismo año cometiendo un atentado en la terminal T4 del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, El ataque, que causó la muerte de dos ciudadanos ecuatorianos y rompió el alto el fuego que la banda había declarado nueve meses antes con motivo de la negociación iniciada por el ejecutivo de José Luis Rodríguez Zapatero, solo cabría interpretarse como un modo de decirle al Gobierno: O cedes a nuestras pretensiones, o volvemos a las armas.
Sería cinco años después, en 2011, cuando ETA anunciaría el cese de la actividad armada, y su disolución completa en 2018, durante el mandato de Mariano Rajoy.
Según el último censo proporcionado por el Ministerio del Interior, la banda terrorista ETA, cometió más de 3.500 atentados, asesinado a 853 personas —entre ellas 22 niños— y más de 6.300 heridos en sus casi cinco décadas de existencia. Ante este trágico balance, no se puede concebir mayor traición a las víctimas, al pueblo español, y a la misma esencia de la democracia, que decir que Arnaldo Otegui —condenado a prisión por secuestro y por intentar reconstruir la ilegalizada Batasuna bajo órdenes de ETA— que afirmar, repito, que Arnaldo Otegui es un hombre de paz.
Y no queda ahí la cosa. En un alarde de indignidad que raya con lo inhumano, en la desesperada y frenética carrera del ejecutivo por justificar su pacto con Bildu, el delegado del gobierno en la comunidad de Madrid, refiriéndose a ERC y Bildu, ha dicho que: "los supuestos enemigos de España, han contribuido a salvar miles de vidas de ciudadanos españoles". Y esto, después de que EH Bildu haya incluido en sus listas de las recientes elecciones municipales y autonómicas a 44 condenados de ETA, 7 de ellos con delitos de sangre.
¿Cabe mayor infamia? ¿Cabe alguna duda de quién dictó a Zapatero entonces, y a Sánchez ahora, la hoja de ruta del gobierno? ¿Cabe alguna duda de que, aunque tengan en hibernación las pistolas y hayan cambiado de nombre, ETA sigue estando viva y se mantiene firme en su propósito de anexionarse Navarra, separarse de España, y finalmente hacer realidad su gran ensueño que es fundar ese Estado que nunca existió y al que ellos llaman Euskal Herria?
Una de las mayores amenazas para la democracia y los derechos humanos es el fenómeno de la posverdad. Se trata del hecho de que un gobierno, con el poder inherente que posee, se dedique a fabricar una realidad inexistente, convirtiendo la noche en día, lo negro en blanco, el delincuente en víctima y la mentira en verdad. Esta práctica consiste en manipular la realidad para influir en las creencias y emociones de la gente, sin importar los hechos objetivos y reales, socava la confianza en las instituciones y en los medios de comunicación. Es un arma muy peligrosa que clandestinamente va erosionando los valores fundamentales de una sociedad libre y pluralista y cuyo principal exponente en España, son las leyes de memoria democrática.
Las izquierdas pretenden reescribir la historia a su conveniencia, pero lo único que consiguen es desprestigiar su propia gestión y la de sus partidos.
Sin lugar a dudas, Adolfo Suárez González, fue el gran político de la historia contemporánea española. El que España necesitaba en sus momentos más críticos. El hombre que merece la más profunda admiración y devoción de todos los españoles, sean de la ideología que sean.
Contra viento y marea luchó por devolvernos a todos la libertad y la democracia. Ese “todos” abarcó a cuantos estuvieran dispuestos a convivir en paz mirando al futuro, sin olvidar el pasado, pero no con rencor en sus corazones, no con revanchismo en su ánimo, no con odio en sus almas, sino para que tanto sufrimiento como hubo en el pasado, no se volviese a repetir. Su convicción era firme: los españoles debíamos amarnos y respetarnos, y unidos todos (falangistas, liberales, socialistas, comunistas, etc.), sin exclusiones ni rencores, porque todos teníamos la responsabilidad de crear una España nueva y de erigir ese gran edificio político que sería la Constitución de 1978. A nadie se le puso la etiqueta de “rojo” o “fascista”, de “extrema derecha” o “izquierda extrema”; a nadie se le acusó de ser un peligro para la democracia. Solo los asesinos de ETA, que vertieron la sangre de tantos inocentes, y de los que ahora se dice que son hombres de paz y se les permite integrarse en las listas electorales, lo fueron.
Muchos fueron los enemigos de aquel hombre que se reveló como una de las mentes más lúcidas del siglo XX —y al paso que vamos, yo diría que también del XXI— y muy pocos los que en principio creyeron en él. Fue su rotunda fe en el pueblo español, la que le dio fuerza para forjar aquel ejemplo de consenso y diálogo entre las distintas fuerzas sociales y políticas —que en tiempos mucho más inciertos que los de ahora— fueron los pactos de la Moncloa. El gran pacto que permitió avanzar en la consolidación de la democracia y la modernización del país.
De aquel gran logro, casi se ha cumplido ya medio siglo. De quienes peinamos canas, no son pocos los que quizá lo hayan olvidado, y de las generaciones que nos han sucedido, muchos son los que lo ignoran.
La deslealtad, los intereses de partido y personales, la superchería, la indignidad, la provocación, la mentira indecente y el insulto procaz y grosero son la columna vertebral que sostiene la política de los últimos gobiernos —recordemos aquel micrófono abierto por el que descubrimos hace ya 15 años, que Zapatero le reconocía a Iñaki Gabilondo que iba a tratar de “dramatizar” para beneficiarse de la crispación política, o si lo prefieren, aquella noche del 14 de diciembre de 2015, en la que Pedro Sánchez, sin ninguna prueba que avalase semejante acusación, lanzó a la cara de Mariano Rajoy aquel escupitajo: "Usted no es una persona decente".
En lugar de debatir con razones su gestión de gobierno, intentaba desprestigiar a la persona, una estrategia típica del marxismo, que busca eliminar al oponente destruyéndolo social y políticamente. Dos imágenes, dos formas de concebir la política, dos actitudes contrapuestas. La luz y las sombras. La cara y cruz de una misma moneda.
Adolfo Suárez. Un líder, que con casi todo en contra, fomentó la paz y la concordia; que respetó la diversidad y la democracia; que se entregó en cuerpo y alma a construir un esperanzador futuro para España y los españoles, no para él; que procuró el bienestar de su pueblo, no el suyo; que a diferencia de otros que están en la mente de todos, en lugar de aferrarse al poder, demostró su grandeza al ser leal a su país y dejarlo cuando entendió que ya no podía seguir ayudándolo. Un hecho histórico que conmovió a la sociedad española y sorprendió en el concierto internacional.
Como muestra de una acción política ejemplar, y muy al contrario de no pocos de los que después de él pisaron moqueta reivindicando austeridad y justicia social, Adolfo Suárez González vivió modestamente y no acumuló riquezas ni propiedades durante su carrera política.
La diferencia entre construir y demoler, es la que dista entre crear y aniquilar, entre dar y quitar, entre aportar y restar. Construir es un acto de amor, de generosidad, de esperanza. Destruir es un acto de odio, de egoísmo, de desesperación. Construir requiere paciencia, esfuerzo, colaboración. Destruir requiere violencia, ira, aislamiento. Construir es una forma de expresar nuestra humanidad, nuestra capacidad de transformar el mundo para mejor. Destruir es una forma de negar nuestra humanidad, nuestra incapacidad de aceptar el mundo como es.
Decía Aristóteles: "La dignidad no es recibir honores, sino ganárselos". Pero no es menos cierto que la política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos (Louis Dumur).
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