Estrenamos mes y este primero de mayo la festividad del día del trabajo coincide con la celebración en honor a las madres. El que la fecha señalada por partida doble haya caído en domingo no quiere decir que la madre trabajadora esté en modo desconexión. Si acaso, seguirá disfrutando del descanso en el lecho apenas unos minutos más mientras su cabeza se inunda de imágenes de sí misma corriendo aquí y allá para completar el sinfín de tareas previstas e imprevistas. Si acaso, habrá empezado a remover la cuchara del capuccino mientras absorta se entrega a sus preocupaciones por el hijo que está afrontando esta vida de mentira en el extranjero, por el que se esfuerza en adecuar una y mil veces su currículo para conseguir un empleo sin dignidad, por el que mañana se examina de divisiones por dos y tres cifras en un colegio hambriento de material escolar, por el que acaba de despertar y reivindica el calor maternal cual enérgico sindicalista, o por el que viene en camino y dice estar ahí a través de suaves golpecitos. La responsabilidad de ser madre trabajadora, asalariada o no, con más o menos formación de la escuela de la vida, y más atrevimiento o cautela, es encomiable y vertiginosa.
Desde los setenta, el mercado laboral del primer mundo viene enriqueciéndose continuadamente con la incorporación de mujeres a puestos de trabajo: su espíritu de realización personal, su intuición, su seguridad y su emprendedurismo explican por qué sociedades como la nuestra son ahora más inteligentes y menos intransigentes. Desde los setenta, la edad media de la madre primeriza ha aumentado significativamente entre nosotros: ya no se cifra en veintitantos años, sino en treinta y tantos, y sigue escalando hacia arriba, tan arriba que no resulta extraño escuchar casos de parturientas con el cuatro de las decenas clavado con orgullo en su estupenda tarta de cumpleaños. Se dice que hay una edad para todo, pero yo, aun no siendo mujer, no creo que haya edad para ser madre mientras el cuerpo responda y lo haga bien. La biología y la demografía martirizan machaconamente con aquello de la edad más idónea para engendrar un nuevo ser, las consecuencias del descenso de las tasas de fecundidad y natalidad, y lo que conllevará el cambio de silueta que viene percibiéndose en la pirámide de población de la que todos formamos parte. Nuestras abuelas dibujaron una pirámide de población con perfil de campana descubriendo una inmensidad de infantes con ganas de hacer ruido aquí. Nuestras madres han dibujado una pirámide de población con perfil de hucha lechona interesando la apertura de una cuenta ahorro para encarar el porvenir incierto. Nuestras hijas están dibujando una pirámide de población con perfil de as de picas para decirle a la vida que no van de farol y que esta manga también la ganarán por su mayor astucia y su mejor preparación. Reprochar la maternidad tardía es injusto, porque se trata de una decisión libre y personal. Lo de echar en cara a una mamá grande en edad no tener la agilidad o la paciencia de otra más joven es cruel. Y lo de dar lecciones desde un atril poderoso no cuela en tanto no se acometan reformas eficaces que permitan adelantar la resolución de la procreación a quienes quieran vivir en primera persona una pronta maternidad sin renunciar a otras partes constitutivas de su proyecto personal de vida. No se trata de despachar al personal femenino con un cheque bebé o con tal o cual permiso laboral. Se trata de introducir modificaciones fiscales estableciendo un IVA desgravado por compra de artículo de consumo para la unidad familiar, de aumentar el número de guarderías públicas y, fundamentalmente, de conciliar la vida personal y la vida laboral, adoptemos o no el tan traído y llevado huso horario de las islas Canarias. Y de paso, se trata de formar gobierno, infundir confianza, trabajar por el interés general y hacer devolver lo robado y evadido. Participemos de la lucidez de Simone de Beauvoir y rechacemos la idea de que la maternidad y el cuidado de los hijos es cosa de mujeres jóvenes y sin apenas andadura en el itinerario de la vida.
Ser madre chica o grande a propósito de la edad a la que se tenga el primer descendiente es indiferente. Una mamá grande por el hecho de contar con más años en su documento de identidad personal, no va a querer menos a su bebé primogénito (o unigénito) como tampoco le va a cuidar o educar peor. Todo lo contrario expresado desde el más absoluto respeto a las mamás de más corta edad: posiblemente la mamá grande habrá desarrollado un instinto maternal mucho mayor al haber tenido contacto con niños de corta edad de familiares, amigos o vecinos atrás en el tiempo, y seguramente la sabiduría y la experiencia acumuladas por esa mamá grande en su persona beneficiarán a su prole en muchos sentidos, ayudando una y otra a contrarrestar la posible pérdida de facultades físicas. A ver si doña Carmen Balcells, Mamá Grande sabia y experimentada que está en los cielos literarios, hace el favor de encontrar a Gabo para que su Mamá Grande del reino de Macondo se deje de historias fúnebres, se decida por tener un retoño a sus entrañables noventa y dos años de edad, y le cuente al Nobel su vivencia para que a su vez nos la cuente a los que quedamos aquí a través de otro relato genial.
P.D. ¡Feliz día de la madre a toda madre, sea mamá grande o no!
|