Mirando por su propio negocio, en su día, los capitalistas modernos resucitaron un sucedáneo de la democracia a la que aplicaron el calificativo de representativa, actualizando así el sistema de gobernabilidad en los países agremiados por el interés del dinero, permitiendo que con él terciara simbólicamente la ciudadanía a través del voto. Fue una jugada bien diseñada, porque nadie podía quejarse de que luego los elegidos actuaran a su aire, puesto que representaban la voluntad popular, por tanto, había que digerir sus veleidades políticas, ya que estaban legitimados para ello. Si las cosas iban mal, ante tal situación a la ciudadanía solo le quedaba esperar, para volver a lo mismo un tiempo después. El fondo de la cuestión era que la distinción elites vs. masas, un estado secular nunca resuelto, en el que una minoría de avispados personajes mandaba y a la mayoría le toca obedecer, quedaba totalmente aparcada. Si entonces el problema de la legitimidad parecía resuelto por la formula utilizada —muy lejos de aquellas majaderias precedentes del derecho divino—, lo estaba también su arrogancia en el mandar, y otro tanto la justificación de sus decisiones, porque para eso se inventó el llamado Estado de Derecho.
Como casi todo está obligado a cambiar con el paso del tiempo, los planteamientos políticos tuvieron que hacer otro tanto. El sufragio censitario y capacitario, es decir, el que reservaba el voto a los pudientes y a los listos, previsto para una parte insignificante del electorado, acabó por hacerse extensivo a algunos más, una vez concienciado el poder dominante de que aquello llamaba demasiado la atención y, sobre todo, porque había que contentar a unas gentes entregadas a la sociedad de mercado, que hablaba de progreso, aunque solamente fuera para aumentar las ventas de las grandes empresas capitalistas. Continuando con la trayectoria de cambios, en la sociedad de mercado se abrieron nuevas oportunidades a las masas —para dejarlas políticamente en el mismo sitio—, puesto que eso de ser consumista comporta ciertas exigencias, de ahí que entraran en juego las TICs y se aprovecharan otros productos menores —la propaganda y la publicidad—dedicados a servir de instrumento de manipulación de masas. Ahora todo está perfecto, porque en la generación del smartphone — un apósito colocado en el cuerpo para insuflar motivos de vida al individuo— y de las redes sociales—un ingenio para tratar inútilmente el aislamiento, orquestadas desde el centro del poder mundial— el programa de idiotización colectiva ha logrado su objetivo, fundamentalmente alcanzar un seguimiento casi masivo de la doctrina dominante. Lo que allana el camino a la democracia del voto. Esa que consiste en introducir la papeleta en la urna y poner en escena a unos personajes para seguir sus ocurrencias mediáticas durante una temporada.
Para la sociedad de mercado, animada por la globalización, basta con que el pueblo gobierne entregado de llevo a lo que decida la partitocracia e intervenga, de vez en cuando, en el espectáculo mercantil político. Lo que resulta razonable cuando las gentes se han dedicado a la frenética actividad del consumo en el mercado del dinero en movimiento, fuera de cuya práctica apenas queda espacio para reflexiones personales y, mucho menos, políticas. De ahí que llevar la política en la dirección del interés general, no manipulado por los particularismos gobernantes, haya quedado desplazado, tomando su lugar las ofertas políticas comerciales que se ponen en escena con ocasión de la apertura del mercado electoral. De manera que el problema que arrastraba la democracia capitalista desde sus comienzos ha quedado temporalmente resuelto, ya que a casi nadie se le ocurre reclamar en estos tiempos la democracia directa.
Aquí mismo, en esta colonia de la UE y subcolonia del imperio USA, como modelo de sociedad avanzada, consolidada la democracia del voto, en pleno efervescencia electoral, la ciudadanía sufre la presión continua de los medios de difusión, poniendo en escena el buen hacer o la incompetencia de unos y otros contendientes. Se oferta, invocando eso que llaman progreso, todo lo que está de moda, por ejemplo, más tiempo libre para dedicar al ocio, semana laboral lo más raquítica posible, teletrabajo en algún lugar acogedor, conciliación de la vida privada con el salario, dinero por la cara para casi todo, bienes gratuitos por el mismo motivo, esfuerzo personal ninguno y, lo más importante, derecho a la juerga permanente. Como se verá, las ofertas a precio de saldo son demasiado atrayentes. Aunque los del bando contrario no se quedan atrás, pese a ello, visto como funciona el negocio de gobernar, parece que con encuestas a favor o sin ellas, no pintan tan bien las cosas, porque estamos ante un a ver quien da más y, lo más importante, ronda la amenaza de retornar a los pactos frankenstein. Téngase también en cuenta que los progresistas salen a título de ganadores, porque además de ser aventajados en el tema de hacer ofertas atractivas para los votantes con el dinero público, también cuentan con el respaldo de la UE y del imperio, en su condición de fieles seguidores de las consignas capitalistas de las distintas agendas, diseñadas para asegurar el negocio del mercado. Probablemente, a la vista de ofertas tan tentadoras, pocos votantes se resistirán, porque el que más o el que menos se va con el que ofrece lo que mejor conviene a sus intereses, porque las ideologías han perdido el interés ciudadano. Es natural que quien quiere mandar sea generoso y el obediente votante se aproveche. Estas son cosas del mercado político en la época de la globalización, en el que la realidad dirá la última palabra.
En todo caso, con el actual sistema de mercado electoral, aunque la democracia no ha mejorado, sí cabe hablar de progreso, puesto que hoy está más mecanizado, tanto en el cómputo del voto como en el manejo de voluntades.
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