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El hombre debe ser visto en su historia

Fiarnos de nuestra limitada capacidad de recordar es un error; esperar un día especial para escoger otro camino y cambiar es un error aún mayor
Gabriel Lanswok
martes, 18 de julio de 2023, 09:53 h (CET)

Basta con encontrarnos después de algunos años con alguien para saber que el tiempo lo ha cambiado, ha dejado de ser ese pequeño niño con quien jugábamos en el césped de la infancia, entre los piratas y las tierras sagradas de la imaginación. Además, nosotros también hemos mudado similar a una magnífica serpiente que deja su vieja piel en el polvo del pasado; lo que era él, lo que éramos en algún tiempo yace resguardado como una remembranza que varía su reflejo en nuestro intelecto. Cada hombre y mujer viviente en la tierra puede ser visto en su historia; una historia que va dejando huellas como piezas qué hay que usar en el presente; un presente que, sin consolidarlo, va haciendo cambios en el futuro con dependencia de la libertad del ser. Un tejido entre lo que fue y lo que es y la proyección de lo que puede llegar a ser, como resultado azaroso del suceso imprevisto, la estructura supraracional y el libre albedrío; una intersección en continuo devenir, en un flujo histórico desde donde el hombre puede llegar a vivir.


De los humanos siempre abocados a la búsqueda de la libertad se esperaría un incremento en la alabanza de la evolución del pensamiento a medida que esa amplitud se lograra; sin embargo, la normatividad de los voceros culturales rehúye siempre a esta noción. Nosotros mismos nos vemos inclinados a mantenernos quietos por el desgaste de lo nuevo; algo conveniente para ellos que al predecir el comportamiento habitual del pueblo se ven en plena capacidad de convertirnos en marionetas promoviendo algorítmicamente una confianza en la permanencia de lo habitual. Aun así, el cambio sucede cada vez, y la muerte hace callar al hombre, lo obliga a regresar tras sus pasos y preguntarse por lo que fue; en esa observación se permite al pasado germinar en el presente, otorgando al sujeto el regalo de reconstruirse en lo que sucede.


Es habitual que, cuando nos encontramos en la necesidad de modificar nuestro caminar, una espera se suceda. Percibimos en ciertas fechas y festividades que algo ha cambiado o que, en su defecto, las cosas deberían haberlo hecho; un pequeño momento en donde el pasado y el futuro se observan provocando un nuevo desenlace; un instante en el que se cree dejar ciertos recuerdos atrás. Si somos lo suficientemente realistas percibiremos que la variación se sucede bajo la infinitud de lo eterno; pero, a veces, el cambio es percibido como quietud si no se da a nuestro capricho o por causa de que el dolor se ha extendido tanto que el invierno se ve dilatado. Recuerdo al «Médico rural», un relato de Franz Kafka que leí con tanta agilidad como extrañeza; lo que llamo mi atención no fue tanto la poca fiabilidad de las percepciones del doctor, más bien, las peticiones del enfermo que variaban según las opciones que poseía. En un primer momento, al verse sumido en un inmenso dolor y sin posibilidad de alivio, su único deseo era que la muerte sea su remedio; el médico, perspicaz, intuyó que aquel postrado en lecho era un joven lozano cuya dolencia emanaba de la propia existencia, por así decirlo. Aun así, gracias a la insistencia de la madre y de la hermana del joven, el doctor logró descubrir una herida infectada a un costado; fue entonces cuando el joven solicitó ser curado (al saber las razones de su dolor los caminos parecieron resurgir en frente de sí).


Ya cuando todas las acciones posibles se agotaron, el paciente se sumió en el único consuelo que le quedaba: aguardar en silencio el advenimiento de un destino más propicio. Todo el relato parece suceder en un marco psíquico de cierta contradicción en las rumiaciones del protagonista. El relato termina tal y como empezó: con un médico sumido en sus propios pensamiento y percibiendo el mundo bajo su propio tiempo.


Así también, podemos creer que lo temporal es una rueda delimitada por veinticuatro horas, cuyo inicio se marca por el solsticio del principio de semana, en este caso se vuelve en sumo cotidiano, observamos el reloj de lo acostumbrado creyendo que la productividad evita el malgaste del poco tiempo. Sin embargo, las fechas que se mostraban especiales bajo el marco transitorio pierden todo límite de cambio al observarlas. Los nuevos momentos no se ven limitados al nuevo año; más bien, empezamos a percibirlo como un acto que se renueva, formando un presente simbólico y constante en donde cada día, cada segundo que nace se encuentra en sí mismo purificado.


El nacimiento de su naturaleza se observa en la memoria, por ello es que un cristiano es eterno en tanto que vive en la memoria de su Dios; por ello es que nuestros parientes se materializan detrás de nuestros ojos al recordarlos, ellos se vuelven presente. Así que, podemos afirmar un tiempo relacional, un tiempo que es entintando por el propio acto de recordar, un tiempo que muta con dependencia de la subjetividad en la que nos vimos inmersos al momento de crear los recuerdos y sentir el propio tiempo. La memoria y el tiempo son dos conceptos entrelazados en un acto al que llamamos realidad, una realidad interpretada por nuestra experiencia; esta es una relación que, junto con el aturdimiento de saberse en un tiempo modificable, nos brinda la libertad de iniciar de nuevo en cualquier momento; ya que, cada recuerdo de cada error cometido es solo un espectro que la imaginación a tinturado, una imagen sesgada de aquello que existió y fue real, y cada día, cada hora, minuto y segundo es impoluto en el terreno del devenir. Cada ser humano debe ser entendido en el marco de su historia, de la memoria que lo ha forjado y de las posibilidades infinitas que el presente le otorga. Es por ello por lo que fiarnos de nuestra limitada capacidad de recordar es un error; es por ello por lo que esperar un día especial para escoger otro camino y cambiar es un error aún mayor.

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