Aristóteles, en el libro VI de la Política, atisbó la División de Poderes, y el propio Montesquieu, considerado padre de la idea, se basó en el estagirita sin citarlo, si bien nuestra “Escuela de Salamanca” se había anticipado al francés. También el inglés Locke se adelantó y propuso limitar la soberanía del Poder estatal. Hablamos de liberalismo, cuyo cuerpo doctrinal, además del sufragio, estableció la soberanía nacional, el parlamentarismo y la división de poderes como pilares básicos de la nueva concepción política. Fue ello el origen de las denominadas por Gustavo Bueno democracias realmente existentes, es decir, las democracias liberales o parlamentarias, sin otros atributos o adjetivos añadidos (orgánica, popular, verdadera…), que no complementan, sino que niegan el sustantivo al que acompañan.
No se restringe el concepto de democracia solo al sufragio; de hecho, se vota con cierta regularidad en algunos países dictatoriales o totalitarios. Además del voto, el pluralismo, las libertades individuales y la división de poderes resultan indispensables para que un espacio político pueda ser calificado como democrático.
Lo que venimos nombrando Occidente, ahora en declive, fue la cuna, y la casa, de la Democracia. Pero la innovación, la libertad, el pluralismo y el bienestar, como signos característicos de este ámbito geopolítico y cultural, a la vez concreto y etéreo, se van desvaneciendo en una suerte de merengue en el que, como decía el tango, “vivimos revolcaos”. Queda, tal vez, algo de la primera y del último, pero libertad y pluralismo fenecen, poco a poco, en el mar de lo políticamente correcto, que va más allá del lenguaje y que, en una suerte de programa, que firmaría Gobbels y que Orwell reconocería como ejemplo de su distopía, incita a la mendacidad y propaganda sin rubor ni cortapisas y nos muestra el camino hacia el universo de la checa.
En el caso de España, algunos de esos elementos parecen en claro retroceso. Si tomamos como paradigma la división de poderes, en nuestra Monarquía parlamentaria el poder ejecutivo emana del legislativo, funcionando ambos como uno solo a través de los pactos parlamentarios; el judicial, se advierte crecientemente controlado por los otros dos, en un proceso de menoscabo que, a su vez, será nocivo, a medio plazo, para el pluralismo y las libertades.
Por todo ello, no estaría de más sopesar, antes de emitir un voto, qué candidaturas son más peligrosas o más favorables para asuntos trascendentales como la División de Poderes (menguante y casi inexistente en nuestro país), las libertades individuales y la igualdad ante la ley basada en el pluralismo. No solo es votar, sino vetar mediante esa acción, a todos los que suponen un peligro para otros elementos constitutivos del Estado democrático igual de importantes, o más, que el sufragio mismo.
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