Una confesión introductoria: siento que escribo a tientas, sin brújulas ni estrellas que me orienten, sin escatimar riesgos ni yerros. Estoy escribiendo desde la mera conjetura, porque las certidumbres escasean en estos tiempos y porque tal vez sea cierto que las expresiones artísticas se han fortalecido y socializado tanto que quizás se hayan convertido en un vallado difícil de sortear por el avance arrollador y espectral del neoliberalismo.
Las artes y la cultura, como dos representaciones icónicas de la superestructura, obturan los discursos feroces y las amenazas destructivas de los poderes tan difíciles de identificar en este capitalismo impiadoso. Nunca antes pensé que el arte, el arte cercano, cotidiano, nuestro, conocido, pudiera convertirse en una trinchera frente a la barbarie, en una forma de militancia prescindente de lo sacrificial y organizacional. Una multitud de artistas y trabajadores de la cultura se multiplica como una maravillosa expresión de amor en nuestro país, nuevos universos simbólicos antagonizan con el homo economicus del siglo XXI. Difícil no sentirnos retemplados, de pie, ante el ejercicio límpido de su pulsión creativa, la circulación vertiginosa de esas obras y su masificación.
El arte y la cultura como nuevos aparatos ideológicos, ahora en manos del pueblo. Quizás contra esa frontera levantada a fuerza de amor y sensibilidad no podrán. No podrán porque en cada poema, en cada lienzo, en cada acorde, en cada pensamiento, se fortalece abigarradamente lo común. No estaría descubriendo nada. Seguramente algo similar ha ocurrido en tiempos pretéritos como reivindicación de una puesta en común hecha música, danza, pintura, teatro o poesía. Lo que ahora me lleva a posar mi atención en ese sujeto, colectivo y político, es la magnitud que ha adquirido y la facilidad con la que logra incardinarse en las expectativas hasta entonces mostrencas o colonizadas de los pueblos. La connotación impactante de ejercicio creador de resistencia, la conjunción con el pensar y los decires insurrectos. Aunque nada de ellos se exprese de manera explícita, la imaginación popular se apropia de un patrimonio que le pertenece.
Y también la curiosidad. La curiosidad y la vocación de poner en diálogo a pensadores y artistas eminentes.
Supe que para Martin Heidegger había un poeta que sintetizaba el “alma” alemana. Entonces comencé a indagar sobre el profesor de Friburgo y el escritor quedó subordinado al rol de mero extremo de una relación todavía no descifrada. Cuando por fin leí a Friedrich Hölderlin (1770-18439, que de él se trataba, me di cuenta que esta frente a un sujeto poetizante que era capaz de guiar e identificar a un pueblo con sus himnos, en especial “Germania” y “El Rin”. Georg Luckacs dijo de él que le resultaba uno de los poetas elegiacos más puros y profundos de todos los tiempos”, cuya obra tiene “un carácter profundamente revolucionario. Lo que sí es posible, es que sin la pluma iluminada de un artista que depositó en su madurez de locura sus mejores aportes, “Ser y tiempo” tal vez no hubiera sido. O al menos sus insuperables reflexiones sobre el Ser no habrían alcanzado el status unánimemente reconocido de celebridad.
¿Qué significó Hólderlin para Heidegger? ¿una mera epifanía? ¿un paisaje feraz capaz de graficar el Ser? ¿Una diferenciación específica de las tradiciones que conjugaban la espiritualidad de lo común? ¿la antesala del dasein?
Heidegger mismo se lo pregunta: “¿Por qué se ha escogido la obra de Hölderlin con el propósito de mostrar la esencia de la poesía? ¿Por qué no Hornero o Sófocles, por qué no Virgilio o Dante, por qué no Shakespeare o Goethe? En las obras de estos poetas se ha realizado la esencia de la poesía tan ricamente o aún más que en la creación de Hölderlin, tan prematura y bruscamente interrumpida. Puede ser. Sin embargo, sólo es Hölderlin el escogido”.
La influencia del enorme poeta del siglo XIX sobre uno de los filósofos más importantes de la historia no es el único antecedente de la gravitación de lo poético en los grandes intelectuales.
Algo similar ocurrió con Sartre y Gustave Flaubert. Hace algunos años, en otro sitio, escribí algunos párrafos que implicaban este vínculo, tan singular como humano.
¿Algo del consagrado estilo literario del antiguo escritor romántico lo convocaba? ¿Había algo en sus libros que interpelaba al filósofo moderno que más admiré?
Cuando reparé en “El idiota de la familia”, comprobé que lo que ese libro despertaba era un desatado existencialismo. Sartre estaba ocupado, en aquellos convulsionados años sesenta, ensayando una enorme biografía sobre Gustave Flaubert. El prólogo de Sartre me dejó sin palabras, aferrado únicamente al impulso irrefrenable de leer un trabajo de antología. Es que Flaubert, para Sartre, está en el cruce de todos los problemas literarios y filosóficos modernos. La introducción es más una apertura que un resumen. Se trasunta en Flaubert una llaga siempre oculta que remite a su infancia y que Sartre relata con asombroso detalle. Podría decir que el filósofo no pudo dejar de pensar a Flaubert para poder completar su legado revolucionario.
Estos son solamente dos ejemplos. Pero aquí, en este Sur, nos acompañan los colores de la Boca en las creaciones de Quinquela Martín, en tiempos en que las grandes guerras devastaban el mundo, un pintor comunitario pintaba el amor confluyente de una inmigración que buscaba abrazarse en el amor y la paz.
Molina Campos ilustraba la pampa húmeda.
Lo mismo ocurrió con el tango, la danza que inmortaliza el abrazo como necesidad epocal, histórica, frente a la locura del exterminio que socavaba el planeta. La cadenciosa sensualidad de la zamba y otros géneros provincianos daban cuenta de la enorme y atractiva magnitud de las migraciones internas. Como en el equilibrio del universo y el buen vivir que profesaban con su arte y su cultura nuestros hermanos los indios.
Si pocos años después la Argentina pudo encontrar quien sintetizara una experiencia y una expectativa de amor que se transformaría en el más grande movimiento nacional, popular, pacifico, cristiano y amoroso es porque una estructura dependiente y una superestructura hecha letra y música servían de marco referencial para un cambio trascendental.
Sí, probablemente ahora no podrán. El pensamiento, el arte y la cultura son un patrimonio de los desposeídos y los expropiados. Sus intérpretes se cuentan por decenas de miles, acaso por millones. Ese despertar que anuda la intromisión, lo profundamente existencial y el amor por el Otro no puede ceder a las presiones de ningún metal. Porque está hecha de otra cosa. Porque en la inmaterialidad que se expande horizontalmente hacia la receptividad sin cortapisas de las grandes mayorías quizás habita la forma de contraposición al imperio que no alcanzan a encarnar los estados. Son, ahora, estos sujetos cuya convicción no puede disociarse de una manifestación cultural, los que habrán de repeler, más temprano que tarde, la barbarie de la colonialidad.
En una era donde la información fluye rápidamente y la conectividad es parte de nuestra vida cotidiana, la privacidad de los datos personales se ha convertido en un tema crucial. En particular, el acoso telefónico representa uno de los efectos más evidentes y molestos, de la falta de control sobre nuestra información personal.
Pedro Sánchez y sus disciplinados ministros han estado durante una larga temporada enfangando los escaños y pasillos del Congreso, con una lluvia de insultos, mentiras y hasta vulgares gestos hacia la oposición parlamentaria. Lo que ellos no podían imaginar es que un “fango real” iba a dejar un reguero de destrucción y muerte en la región de Valencia. El “fango” de su discurso se ha convertido en su propia pesadilla.
«Hay Estado porque el Rey no se fue de Paiporta», decía el diario ABC. No quiero imaginar qué hubieran pensado en el extranjero si toda la comitiva que acudió a Paiporta hubiera salido corriendo y demostrado la misma cobardía que Pedro Sánchez. Seguramente, hoy sería otra la situación, salvo el encastillamiento del presidente, que seguiría abrasándose en su sillón con tal de no salir de Moncloa.