Sumido en el contexto de estos días y de estos meses, extraigo del fondo de la memoria la reminiscencia de una frase inquietante del gran Francisco Umbral y, no recordándola con precisión eidética, rebusco en Internet hasta encontrarla tal cual. La transcribo: “Qué triste le pone siempre a uno la alegría de los tontos, en el manicomio como en el fútbol o en la tele”. No entro en la trama o situación que dio lugar a semejante afirmación, pero me resulta ilustrativa de la España que, últimamente, nos cobija. A lo mejor, podríamos sustituir alegría por unanimidad o certidumbre colectiva, dejando lo de tontos en su sitio, con todo el respeto para quienes prefieren la fe al razonamiento como forma de discernimiento, al contrario de los ilustrados del siglo de las luces, aquellos que defendieron el progreso como elemento principal de la racionalidad, mucho antes de que el vocablo “progresismo”, devenido en término deletéreo, vaciase el concepto de contenido.
Ya queda lejos otra aserción del columnista vallisoletano cuando atestiguaba que “el español medio compra el periódico para tener ideas. Por veinte duros se hace uno socialdemócrata, demoliberal, democristiano, moderantista, neoconservador, liberal de izquierdas, rojo de derechas, partidario del Atlético o el Madrid, etc.” Desconozco si existe ya el español medio, además de que se compran ahora pocos periódicos, desposeídos hogaño de su vieja índole como vía de acceso al mundo y a la ideología, si bien están sus sucesores, en especial las redes sociales e incluso aún hoy la televisión.
Pero la afirmación nos lleva a un contexto de pluralismo, y este se ha ido desdibujando y ha sido suplantado por la unanimidad, o por unanimidades contrapuestas que no parecen responder a algún tipo de reflexión previa sino más bien a la asunción de verdades reveladas y reproducidas ad infinitum. Escribió Orwell, que se llamaba, en realidad, Eric Arthur Blair, que “la Libertad significa libertad para decir que dos más dos son cuatro. Si eso se admite, todo lo demás se da por añadidura”. Puede antojarse una boutade, pero no lo es tanto, como lo demuestran los afanes de estos días. Y Josep Pla, hoy olvidado, aseguraba que “la libertad es el derecho que tienen las personas de actuar libremente, pensar y hablar sin hipocresía.” Llegado a este punto, no sabe uno si la mayor dificultad estriba en transcribir y enfatizar, sin problema alguno, el resultado de dos más dos o en poder conferenciar sin fingimiento. Este último prolifera en relación inversa a la libertad imperante y resulta de una especie de disonancia cognitiva de postureo, es decir, de cara a la galería, que va creciendo en situaciones delicadas como la presente.
Unanimidad, o sensación de la misma en los medios tradicionales y en las redes, al margen de la calle. Recuerda ello, por una parte, a la cultura del simulacro de Braudillard, pero sobre todo implica la negación del pluralismo, el único amparo del individuo libre. Y “la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. Cervantes lo dejó escrito. Y volviendo a Orwell, afirmó aquello de que la “libertad de expresión es decir lo que la gente no quiere oír”. Ojo, pues, con la unanimidad y la felicidad colectiva en torno al mantra de turno y sin cavilación previa.
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