“No hay nada más difícil que tener que aceptar la muerte de un hijo. Si el niño muere de repente, y los familiares no estaban preparados, pueden necesitar varios años para superar la tragedia” (Elisabeth K-R, Preguntas y respuestas a la muerte de un ser querido, 67).
¿Cómo ayudar a quien ha pasado por eso? Estar a su lado durante tiempo a vivir las fases del dolor. Los primeros momentos, siempre será estar ahí, y si están aturdidos ayudarles a los trámites. La pérdida de un hijo es lo más trágico para los padres. En algún caso puede provocar serias consecuencias, como una madre que se echó a la droga y bebida por no asimilar la “muerte súbita” de su hijo.
Pero también puede producir momentos de gran humanidad y riqueza espiritual, pienso en unos padres que por el contrario no cayeron en ningún tipo de culpabilidad cuando lo dejaron en manos de la abuela en un viaje, y les avisaron de que había pasado esa muerte súbita que suele ocurrir en los primeros meses de vida. Tuvieron un funeral donde el color blanco indicaba lo que se llama una “misa de ángeles”, pues tenían un ángel en el cielo. Les acompañé al cementerio donde se colocó la cajita pequeña con su cuerpo, y estaban serenos y abandonados en Dios y hablando con los otros cuatro hijos con normalidad de que tenían un intercesor en el cielo, y poco después tuvieron otro hijo con normalidad, dentro de la que puede tenerse con esa herida que queda siempre abierta.
Pero he visto otros casos donde el trauma ha permanecido en la madre toda la vida, con el complejo de culpa de no haber atendido al niño en esos momentos que estaba solo… y es necesaria una terapia para poder hacer bien este duelo. Porque es una situación difícil, es la expresión máxima de duelo. Recuerdo de una madre que perdió a su hijo único en accidente de coche, que se afectó tanto que se deshizo la familia. Aunque el marido siguió trabajando de jardinero (quizá era su forma de vivir el duelo, hacer todo como antes) al poco se rompió la pareja.
Es fácil caer en la culpabilidad. Decía una madre: “pienso que nada es comparable con la muerte de un hijo. Desde que murió mi hijo he visto cómo han desaparecido mis perspectivas de futuro, me siento vacía, pienso que he fracasado como madre (mi deber era cuidarle), mi autoestima se desvanece, solo quisiera morirme y reunirme con él”, pensaba que deseaba el mal a los demás por ocurrencias tontas, y no sabía cómo seguir la vida, había además perdido toda sensibilidad según pensaba…
Cuenta el famoso psiquiatra Enrique Rojas: “La trascendencia es lo que te permite mirar por sobreelevación. Hay una perspectiva inmediata y otra mediata. La reacción inmediata ante la muerte de mi hijo Quique, es sentirse partido por la mitad. Mi mujer, sin exagerar, estuvo un año llorando” (Olaizola, Más allá de la muerte, p. 82).
Según el modo de ser, los padres actúan de modo distinto. Mientras él ve la situación global, ella percibe cada detalle de la realidad, mientras él piensa de modo más práctico, ella es más intuitiva, él es funciona quizá con más lógicay ella más sensible, ella necesita hablar sobre la muerte y vuelve sobre los detalles y quizá él elude hablar del tema. Quizá ella vive con intensidad el luto, y él se refugia en el trabajo y aficiones. Y la misma diversidad con las relaciones sexuales, ella y él. Mantener la pareja unida será un desafío.
Es importante mantenerse lo más unidos posibles, sin asfixiar ni colgarse de la compañía del otro, y un asidero importante será encontrar un motivo de esperanza. Puede ayudar escribir como hiciera Isabel Allende a la muerte de su hija Paula.
Para ayudar a quienes sufran esa pérdida, hay que huir de los estereotipos y frases hechas. A veces los amigos se convierten en extraños y muchos extraños se convierten en amigos, y llegan a tener esa empatía, de ponerse en la piel de otro. La autoayuda y la terapia de grupo pueden ser un alivio compartir sentimientos. Compartir el dolor es sanar. Buscamos encontrar a otros que han pasado por lo mismo, para sentir que no estamos solos, que otros han pasado por lo mismo, que no estamos enloqueciendo, que podemos afrontar ese dolor en pareja…
La canción que Eric Clapton compuso, Tears In Heaven, cuando murió su hijo de 4 años cayendo desde un balcón, mientras él estaba borracho, pueden ayudar a tener paz en esos momentos, es un canto a la esperanza, a ver que ese hijo perdido está en otra dimensión, sigue unido a nuestro corazón aunque ya no lo veamos. El mismo cantante tuvo una transformación mientras la componía:
“¿Dirías mi nombre, si me ves en el cielo? / ¿Sería lo mismo, si te veo en el cielo? / Debo ser fuerte y continuar porque sé que no correspondo al cielo. ¿Agarrarías mi mano, si me ves en el cielo? / ¿Me ayudarías a ponerme en pie, si me ves en el cielo? / Encontraré mi camino a través de la noche y del día, porque sé que no me puedo quedar aquí en el cielo. El tiempo puede dejarte triste / El tiempo puede dejarte de rodillas / El tiempo puede romperte el corazón… Más allá de la puerta / Hay paz, estoy seguro / Y sé que no habrá más / Lágrimas en el cielo… Debo ser fuerte y continuar, / porque sé que no correspondo aún al cielo”.
Después de la experiencia de tristeza profunda que impide hacer nada, muchos saben salir de la sensación de abismo al pasar a consolar a los demás aunque cueste. Salir del victimismo de sentirse en soledad de decir “los demás sufren, pero yo lo tuve dentro de mí nueve meses”, a agradecer el regalo divino de haberlo tenido el tiempo que ha estado con nosotros. Al ayudar a otros que sufren, puede hacerse un camino maravilloso de sanación. Si tú curas las heridas de los demás, tus propias heridas serán sanadoras, luminosas.
“¡Vuestro hijo está ya en paraje seguro y ha logrado ya la salvación eterna!”, decía san Francisco de Sales: “Considerad que vuestro hijo está en el Cielo con los ángeles y los santos Inocentes. Os duele su ausencia por los cuidados que habéis tenido con él en el poco tiempo que ha estado a vuestro cargo”, por el amor que le tenéis… “él ruega a Dios por vosotros, y se preocupa a todas horas de vuestra vida”… para que Dios “os proporcione la inefable felicidad de que él está gozando. Vivid en paz, y tened de continuo puestos los ojos y el corazón en el cielo, donde os aguarda vuestro bienaventurado hijo. Perseverad en el acatamiento de la bondad soberana del Salvador, a quien ruego que os conceda sus consuelos” (Carta 286).
Cuentan que la muerte de santa Inés, sus padres, que velaban el sepulcro de la mártir, vieron a través de una nube luminosa a su adorada hija, vestida con una túnica resplandeciente, que les bendecía y delante de ellos (iba con otras vírgenes en comitiva) y les dijo: “no debéis llorarme como muerta, felicitadme y que vuestras almas se llenen de júbilo. Vivo con mis compañeras en un palacio luminoso, en el cielo al lado de Aquel a quien en la tierra amaba con todo mi corazón”. Los muertos están entre nosotros por más que sean invisibles…
Francisco de Borja sufrió la muerte de su hija, hizo así su acto de entrega: “el día en que Dios me llamó a su servicio y me exigió el corazón, resolví depositarlo tan en absoluto en sus manos, que no hay criatura, viva ni muerta, que pueda ejercer imperio sobre él”. También muchas madres ante la pérdida del hijo ofrecen a Dios: “te devuelvo lo que es tuyo, y que ha sido mío, te agradezco el tiempo que he tenido ese hijo, el don que me has hecho, aunque sé que ahora estará mejor contigo”.
Susana Roccatagliata cuenta que en una intervención aparentemente sin importancia murió su hijo de cinco años. Al ver salir una enfermera, entró al quirófano y vio en una camilla el cuerpo sin vida del hijo Francisco. Sintió que tenía que sobreponerse. Pero estaba hundida. “Sentí deseos de volver al vientre de mi madre, a ese lugar seguro y protegido donde nada malo podría ocurrirme” (Un hijo no puede morir. La experiencia de seguir viviendo, 18). Se acuerda de su abuelo que le dijo por teléfono: “tú vas a tener que hacer de este dolor algo constructivo” (p. 20). Antes de quirófano, el niño se quitó la cruz que llevaba y se la dio a su madre para que se la pusiera “y que no me la quitara nunca” (p. 18). Comenzó un tiempo duro durante el cual no habló del tema, pero “constantemente me preguntaba qué querría Dios de mí, por qué me mandaba esta tremenda prueba. Finalmente me entregué a Él” (p. 14). La esperanza abre siempre las puertas a un futuro mejor.
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