"Mucha gente piensa que piensa, cuando no hace más que recordar sus prejuicios" - (William James)
Desde el diálogo de Sócrates como método dialéctico de búsqueda de conocimiento y de verdad (no, de “la verdad”), pasando por Platón como forma discursiva acerca de la controversia de ideas en distintos personajes históricos sobre determinadas cuestiones como la virtud, el amor, la justicia, etc., el diálogo, desde antiguo, supone el desarrollo de una conversación entre dos o más personas, que alternativamente expresan sus opiniones o presentan sus conceptos en intercambio coloquial, filosófico, científico o político. En tanto modo de resolver conflictos, se supone enriqueciéndose con el pensamiento del otro, el diálogo, además de raciocinio, necesita de la atención y buena fe de sus interlocutores para no caer en una plática de sordos. En el orden político, democracia y diálogo van de la mano y mucho más en las repúblicas: las instituciones necesitan actualizarse conforme las necesidades ciudadanas y el contexto social. Pero qué sucede en las democracias cuando se configuran sistemas políticos als ob, sistemas democráticos de un “como si”, porque la prioridad es el espectáculo de la política y no la política.
Es común en muchos programas periodísticos, supuestamente serios, asistir a encuentros de pura palabra en los cuales cada político o representante de organizaciones sociales, académicas o sindicales repite sus vivencias e impresiones sin contestar a las preguntas concretas que le formulan el moderador o el periodista inteligente. Se extravía así la posibilidad de establecer un puente entre personas u organizaciones con ideas distintas, pues todo queda reducido a descalificar al interlocutor, a confundir el objeto de la polémica explayándose en cuestiones banales o a anular la brecha existente entre hechos e interpretación, como si las palabras pudieran crear fenómenos escindidos de la sociedad y la naturaleza, como si hubiera que asimilar lo óntico que hace al ser con lo ontológico que es lo que lo hace ser para el otro. Todo, para desactivar la finalidad elemental del diálogo profundo, que para ser fructífero lleva obviamente implícitos una buena escucha y un necesario renunciamiento a parte de nuestras demandas en favor de las del otro para que este otro pueda también aceptar las nuestras. Esta especie de simulacro de diálogo no aparece solo en el ámbito político o en el de algún tipo de periodismo: en universidades y academias es posible observar el beneplácito del público, ese aplauso que cosecha prestigio se debe a veces a una repetición de lo mismo, como si una suerte de extemporánea adolescencia narcisista de conferencistas y auditorio continuara encriptada en su vida adulta. Tal vez en un sentido preciso habría que decir que el diálogo no es más que ilusión pues nadie quiere ceder posiciones en tanto con la cesión, si es persona superficial, se la llevarían puesta.
Para argumentar en un diálogo son imprescindibles las ideas, y estas sin una puesta en acción del pensamiento que las incumbe quedan al fin en la mera escenificación. Schopenhauer advirtió acerca de las reglas de la discusión. Así, un debate que conlleve implícitos algún diálogo político, académico o científico no se identifica con la mera argumentación y contra argumentación: el argumento no es el único modo discursivo posible y si bien los argumentos deben fundar nuestras ideas, esto solo no basta, hay que calar hondo.
No se deben pedir peras al olmo: si se quiere mejorar las democracias contemporáneas y el pensamiento dinámico, habría que abandonar de vez en cuando la obsesión narcisista de miradas mediáticas para hacer lo que Dios o la ideología mandan. Claro que hacer lo que se debe no es hacerlo solo con palabras. Y menos con esos ríos de voces vacías que fluyen constantemente hacia ningún lugar.
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