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Crónica de un clamor

No es cuestión de izquierdas o de derechas. Es cuestión de gobernar para el ciudadano y su progreso
Vicente Manjón Guinea
lunes, 20 de noviembre de 2023, 10:48 h (CET)

Puede que el título de este pequeño relato se asemeje al de la novela de Gabriel García Márquez, Crónica de una muerte anunciada. Pero nada más lejos de la realidad. Nuestro recién investido presidente, Pedro Sánchez, es un tipo que se ha levantado de la tumba para alimentarse de carroña, de vísceras y raíces para sobrevivir. Es la crónica del renacido. Como aquel inolvidable personaje interpretado por Leonardo di Caprio en la película dirigida por Alejandro González Iñárritu.


Amnistia


Los cambios de opinión, principalmente en cuanto a la Amnistía de Puigdemont y sus secuaces, han llevado a una nueva concentración de los ciudadanos, esta vez frente a la estatua de Cibeles, simbología de la fertilidad de la Madre Tierra y señora de los animales.


Todo parece haber adquirido un ambiente de protesta contenida, incluso festiva. La gente comienza a andar en dirección hacia Cibeles por las calles aledañas. Portan banderas de la Unión Europea y por supuesto de la España constitucionalista. Se palpa en el aire un ambiente de paseo de fin de semana. Hay cierta sensación de solidaridad en la agitación de los banderines frente a esa tensión iracunda que muestran, a veces algunos noticiarios, sobre cuatro aislados energúmenos. De vez en cuando se oyen algunos cánticos aislados como «Pedro Sánchez a prisión» o «Puigdemont a prisión». Pero con la misma sutileza con que nacen terminan diluyéndose tras ser secundados por algún que otro rítmico coreo.


La gente camina en grupos, sin prisas, con los amigos e incluso con carritos de bebé que aprovechan para que les dé un poco los rayos de un sol agradecido y deseado en estos días.


Otros lemas como «España no se vende» irrumpen cantados por algún grupo lejano. Son voces femeninas en su mayor parte y se intuye cierta ira de hembra encendida en el tono, como de mujer despechada.


La relajación y la distensión es la tónica general. Las voces aisladas no llegan a terminar de romper esa sensación de calma chicha. Es como si se hubiera extendido una suave manta de placidez en una pleamar teñida de color rojo y gualda en dirección a Cibeles.


Alguien ha colocado la bandera de España en la cintura de Valle-Inclán en el Paseo de Recoletos. La gente se detiene y fotografía al autor de Luces de Bohemia. ¿Quién sabe si quien puso esa bandera a modo de faldón en la estatua del escritor gallego era consciente de la obra literaria del autor? Un modernista que satirizó amargamente la sociedad española de su época. Autor del esperpento y de El ruedo ibérico. Un tipo íntegro de largas barbas que sacrificó todo por la literatura hasta el punto de convertirse en un bohemio. Un dramaturgo de afilada pluma que buscó el lado cómico en lo trágico de la vida. ¿Tendrá algo que ver con esa risotada de Pedro Sánchez en el Congreso en su propia investidura?


Veo algún que otro comerciante de aspecto hindú que no desaprovecha la oportunidad para «hacer su agosto». Ha echado el cierre a su negocio en el corazón de Lavapiés y se ha venido al Paseo de Recoletos, frente al café Gijón para vender todas las banderas de España que pueda portar. Me acerco a él y le pregunto que cuánto cuesta una bandera y me contesta que diez euros. Le regateo y le ofrezco cinco. Los precios están disparados. Culpa de la inflación. La economía no está muy boyante, aunque no parezca verlo así la ministra de Economía y Hacienda, María Jesús Montero.

Hay que regatear hasta por una tela patria. Hay que dejarse de sentimientos y pundonores y darle prioridad al bolsillo. Con más razón en un momento como el de ahora. En el que la condonación de gran parte de la deuda y de los desfalcos nacionalistas catalanes debe ser asumido por los impuestos de todos los españolitos de a pie. De esos a los que el propio Feijóo dijo que Sánchez los consideraba ciudadanos de segunda. No sé si todo eso terminará siendo efectivo, pero no debemos preocuparnos. Seguramente aquellas grandes fortunas que tenían su dinero en paraísos fiscales y que fueron amnistiados por Montoro se harán cargo de pagar el nuevo rejonazo que pretenden darle a los de siempre. A los tontos de turno. A la ciudadanía que cada cuatro años coloca en sus poltronas a la casta.


Me marcho. No hay negociación alguna con el hindú y desisto de comprar la bandera por culpa de mi acartonado bolsillo. Socialista de bolsillos rotos. Pero para mi sorpresa, el tipo de rasgos hindú acude en mi huida. Se detiene frente a mí y me dice: «Vale, cinco euros». Me quedo desconcertado. Qué pingue beneficio tendrá mi amigo que ha rebajado en un cincuenta por ciento sus iniciales pretensiones. ¿Será que funciona mejor la economía encubierta que la grabada con impuestos? Es un tema calentito este de los impuestos. La gente corea levemente gritos a favor de España, pero en los comentarios a paso tranquilo se escuchan las rotundas negativas de considerar que una parte del país vaya a financiar con sus impuestos lo que algunos se han dedicado a derrochar y despilfarrar en su afán de separarse de España, única y exclusivamente por seguir comiendo de esta golosa tarta que es la política y que es el cuchillo del nacionalismo la que divide en porciones.

El descontento se refleja hacia una política que tiene el mayor índice de paro entre los jóvenes. No les basta con el abono cultural. Prefieren poder optar al mercado laboral, hoy en día prácticamente inexistente para ellos. Los precios han roto su techo de contención. El gas se ha disparado casi al doscientos por cien, la inflación es asfixiante y las hipotecas se comen el sueldo de un trabajador medio.


No es cuestión de izquierdas o de derechas. Es cuestión de gobernar para el ciudadano y su progreso.


Sentado junto al gallego de Divinas palabras, como las promesas de nuestros políticos, observo a la gente discurrir en distintas direcciones. A la mente me viene aquella crónica de Julio Camba en el momento en que «España se acostó monárquica y se levantó republicana». El momento de la defenestración y huida de un monarca, Alfonso XIII, que estaba más preocupado de su cine erótico y de su automóvil Duesenberg J, que del propio pueblo español.


Mani3


Ahora, en esta mañana soleada, la gente se manifiesta en sentido contrario. No es cuestión de República o de Monarquía. A la gente lo único que le importa es que sus dirigentes no tengan los zapatos manchados de barro y corrupción. Lo que verdaderamente importa es que nadie tenga la potestad de romper la separación de poderes. Esa que siempre ha sido tan frágil y agujereada por los políticos en nuestro estado español. Los viandantes no parecen estar dispuestos a que los españoles no sean iguales ante la ley, qué frase tan bonita, o que la ley se cambie para beneficio y regocijo de unos pocos.


Se habla y se comenta esa quiebra de la igualdad. Los laicos valores de la revolución francesa. Aquella que, un catorce de julio de 1789 se rebeló para siempre y terminó por pasar por la guillotina a Luis XVI, «la cabeza mejor cortada». Esa revolución que trajo consigo el cuadro de Eugène Delacroix donde se mostraba a una heroína tomando la Bastilla, con la bandera de Francia sujeta entre sus manos y sus pechos al aire. Al grito de Igualdad, libertad y fraternidad. Esa histórica revolución que aupó las ideas de Montesquieu, padre de la separación de poderes, entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial.


Ahora, de nuevo, esa quiebra de la igualdad y de la separación de poderes se muestra en boca de todos, pero esta vez no es por culpa de un monarca absolutista sino por la élite de unos pocos que redactan las leyes ad hoc, para ellos, según sus circunstancias, y despreciando a la ciudadanía. Es esa casta que en su momento denunció Pablo Iglesias y a quién hasta a él mismo ha descuartizado desde el interior de su sala de máquinas.


Hora y media después, la marea de banderas europeas y de la España constitucionalista cambia el sentido de su rumbo. Ya no se dirigen hacia Cibeles, sino que reman en distintas direcciones. Hacia Colón o hacia calles aledañas. Se acerca la hora de comer y activan los radares de sus móviles en busca de un restaurante cercano.


Se van con el mismo rostro de paseo con el que llegaron. Raramente se escucha ningún grito encendido de ira ni tan siquiera contestatario. Pero todos llevan la bandera de España anudada al cuello o apoyada sobre el hombro. En sus andares se observa un hálito de resignación, como el de un púgil derrotado a los puntos en mitad del cuadrilátero.

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