Hay imágenes inolvidables sobre el tren. Las locomotoras, los vagones, las estaciones, los raíles y los pasajeros conforman en sí un universo de pasiones y aventuras, de esperanzas conseguidas o de ilusiones truncadas.
Los trenes con sus vagones siempre han causado cierta fascinación en la imaginación de quienes se han adentrado en ellos, como quien se introduce en el interior de una película que nos ofrece innumerables goces y sorpresas insospechadas. La emoción de la velocidad, el humo del paisaje, la luz tenue de los farolillos de la estación e incluso ese reloj que se ha detenido en el tiempo mientras las ruedas de acero ya chirrían sobre los raíles. La excitación del pasajero se palpa en el ambiente antes de que la locomotora haga sonar el pitido final. La última llamada a la partida de un trayecto lleno de poesía.
Tal y como decía antes hay imágenes que han quedado grabadas en la mente de cualquier lector o cinéfilo que se preste. Imágenes de amor como la de ese beso de enamorados en el que ella se entrega desfallecidamente a su amado justo antes de que baje del tren para hacer pie en la estación: Regreso de la guerra de Corea, Los ángeles 1952. Incluso la fotografía de Christine S. Muraton, Estación de Montparnasse, París 2012, donde una joven se despide de su amado justo antes de que las puertas del vagón se cierren y termine por separarlos, quién sabe si para siempre.
Hay otras escenas fotográficas donde lo que se detalla no es el amor, sino más bien la soledad y el frio, como en la instantánea de Arnold Eagle donde se observa a un hombre con las solapas del abrigo cubriéndole el cuello y un sombrero de ala que contiene el vapor exhalado de su boca por el aliento contenido. Chatam Square, Nueva York 1939. Una estación en curva, a prontas horas del amanecer, completamente vacía que dibuja al fondo el perfil de sus rascacielos cubiertos de niebla y que esconden los sueños de una ciudad aún dormida. Un individuo sin equipaje, que espera inmóvil la llegada de un tren y del que no se intuye nada de su pasado ni de su futuro.
La pobreza es otro de los temas recurrentes que arrastran consigo los trenes. Como en ese lienzo de Vicent Van Gogh, Vagones de ferrocarril, donde se pueden observar tristes vagones en tonalidades ocres, en perfecta quietud de muerto, como diría José Luis Hidalgo. Una penuria que empuja a la revolución, al mugido de las locomotoras de hierro como el de ese transiberiano que cruza la estepa rusa en la película Doctor Zhivago, con la intención de extender la revolución rusa.
Hay fotografías inmortales por su testimonio, como la de Kozlova Zaseka, en Tula, Rusia 1909, donde se observa a Anton Chéjov y a León Tolstoi charlando. El primero sobre el anden protegido del viento por una capa oscura y un sombrero blanco de ala ancha. El segundo, Tolstoi, recostado sobre la escalinata que da acceso al interior del vagón con una chaqueta de lana deshilachada, largas barbas blancas y una boina estilo cosaco que protege su cabeza. Tolstoi guarda sus dos manos grandes y envejecidas en el interior de los bolsillos del pantalón y probablemente comenta a Chéjov sus intenciones de llevar a cabo el denominado movimiento tolstoyano. Poco antes de partir hacia Yásnaia Poliana para abandonar los lujos, mezclarse con los campesinos y fundar una escuela, precisamente para los hijos de esos campesinos.
El ferrocarril es parte de nuestra historia y de nuestro futuro, porque como dice Rafael Guillén «…en las ventanillas de los vagones se suceden escenas silenciosas cuyo principio y cuyo final jamás conoceré».
Ahora, en nuestra época contemporánea todo ha cambiado y ese hálito de romanticismo y misterio que llevaba consigo el tren y sus locomotoras se ha convertido en dispendios singulares e inesperados. Hay quien echa el pulso al gobierno para quedarse con los rodalies, o el servicio de Cercanías en Cataluña, para tener el control de entradas y salidas de un país imaginario, inexistente.
Hay quien espera ansioso la renovación de los trenes por viejos y caducos y en esa espera desespera al ver que el diseño para la construcción de esas nuevas locomotoras y vagones es superior al estrecho de los túneles que perforan las montañas de Cantabria y Asturias. Hay quien piensa que no están tan olvidados del progreso como se creen algunos porque a ellos también les han puesto un tren de alta velocidad en su rural Extremadura; un tren que no sobrepasa los 80 kilómetros hora. Y hay quien solicita la renovación de los trenes y servicios de cercanías en Madrid, por ser el punto neurálgico de todos los cruces de caminos, pero que cuanto más se solicita más averías se producen. Hay quien se derrumba sobre el suelo de la estación porque no sabe si llegará a tiempo a su trabajo o si conseguirá reunirse con su familia ese fin de semana para el que reservó y pagó el billete.
Por el contrario, hay quienes prefieren desligarse de ese atávico romanticismo del tren y dan prioridad a ir a trabajar en sus coches ecológicos y diplomáticos a sus sedes parlamentarias o trasladarse en aviones business y Falcon para dejarse ver en los conflictos de mayor tirón televisivo.
Son más pragmáticos. Al fin y al cabo, no todo es tan bonito como quisiéramos. Así nos lo han hecho ver los retratistas en algunas escenas que han anulado ese toque intimista y apasionado del tren, como el retrato de Luigi Russolo, Periferia-trabajo donde el cielo se cubre de gris plomizo y los edificios se alzan similares, de ventanas rectilíneas, hechos para la clase obrera y trabajadora; o las fotografías de Stettner donde se captura el bostezo de la vida. Donde la dureza de lo cotidiano o del día a día ha aniquilado cualquier esperanza novelesca, servida en bandeja de plata tan solo para unos pocos.
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