Especulando sobre la razón de Estado, la ética ciudadana o la moral pública y privada, es fácil que el sujeto pensante se haga un lío. La confusión es afección propia de este rincón del espacio-tiempo que nos ha tocado en suerte, pero hay otros motivos. Entre un piélago de conceptos confusos o aureolares, se va imponiendo la evidencia de que todo, hasta lo más desatinado, se puede amasar o construir desde la nada en la era del simulacro, para darle vida después a la manera de Golem conceptual. Se desconoce si existe una especie de Youtube dirigido a las élites políticas, con las instrucciones precisas para la fabricación de anacolutos ideológicos que, tras el soplo de la ventana de Overton, o de la propaganda del agitprop correspondiente, se transformen en vigentes realidades colmadas de lógica y cordura.
Se puede, por ejemplo, fabricar una lengua de la nada o a partir de ciertos restos dialectales convenientemente devenidos en lengua materna de no se sabe quiénes. ¿Nadie o casi nadie la habla? Aparecen entonces los diseñadores de identidades; sin prisa pero sin pausa, a la manera de Adolfo Suárez, pero con objetivos más precisos. Se marca, de este modo, el camino para un sencillo proceso por el que se crea o se normaliza (vocablo fundamental) la neolengua, a la par que se bosquejan instituciones y legislación en torno a la misma, y se repite hasta la saciedad el mensaje sobre la necesidad de su oficialidad. Si esta no es posible, porque no tiene apoyo en las urnas, se habla poco sobre ello en los períodos preelectorales, pero se urde la trama para alcanzar una oficialidad oficiosa, y perdón por la expresión, a través de alguna ley de uso que imponga toponimia y progresiva implantación en la enseñanza. Paralelamente se mezcla esa pretensión con algunas dosis de sentimiento de pertenencia y de identidad, se agita todo y el resultado es un brebaje de difícil digestión pero que todos van deglutiendo poco a poco. Al principio, se cuenta con una especie de omertá que se va extendiendo sobre la base del temor a salirse de la foto o encuadre de los que fabrican la identidad. Pero basta con dar tiempo al tiempo para que ese silencio devenga aceptación del invento.
Sorprende un poco el empeño, pues no son otra cosa las lenguas que vehículos de comunicación y de complicidad con muchas otras personas, mejor millones que cientos. La gran maravilla es poder entenderse, mediante un código lingüístico compartido, con gentes distantes en el espacio Pero no es del gusto de todos. En el manual para fabricar las neolenguas lo importante parece ser que otros, los de fuera que no están en el ajo, dejen de entenderte o necesiten traductor simultáneo. Y a ello consagran su vida los impulsores de esos inventos, en labor ardua y babélica. Esa idiosincrasia puede deberse a razones muy variadas, entre las que no tiene poco peso la obtención de privilegios materiales y laborales, aunque predominan, según creo los intereses de minorías locales insertados en una suerte de ideología global.
Podríamos pensar que no es otra cosa todo esto que una jocosa fantasía o exageración esperpéntica, pero no. Todo lo descrito, existe. No es invento de quien suscribe. Solo hay que indagar un poco. En España, sin ir más lejos.
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