“Es Navidad cada vez que no aceptas
aquellos principios que destierran a los oprimidos al margen de la sociedad” Madre Teresa de Calcuta
Bien sabemos que la palabra “navidad” tiene su origen en el latín “nativitas”, que significa nacimiento y, en el latín eclesiástico “Nativitas Domini” se refiere al nacimiento de Jesucristo. Ahora bien, si analizamos brevemente los antecedentes pre-cristianos, nos encontraremos con celebraciones y festividades que tenían lugar en distintas culturas cuya herencia en rituales contribuyó bastante a conformar lo que hoy celebramos la noche del 24 y el 25 de diciembre.
Los romanos tenían sus saturnales, celebración que se realizaba alrededor del solsticio de invierno, a finales de diciembre mediante banquetes, intercambio de regalos y atenciones que habilitaban un breve período de paz y concordia mediante una circunstancial inversión de los roles sociales. Por su parte, los nórdicos festejaban el Yule, una festividad que también se efectuaba en el solsticio de invierno a través del encendido simultáneo de fogatas y hogueras que representaban una bienvenida al sol, acompañando el ritual, como no puede faltar en los vikingos, con su respectivo banquete regado por hectolitros de bebidas espirituosas mientras que los persas tenían su festival de Falda, involucrando rituales destinados a vencer a las fuerzas de la oscuridad a través del renacimiento del sol. Por último tenemos la Fiesta de la Luz, que es propiamente hebrea, y aunque no es precisamente “pre-cristiana”, esta festividad judía también conocida como Hanukkah se celebra en diciembre implicando entre sus ritos la iluminación mediante las velas, haciendo nuevamente referencia a la importancia simbólica que tiene la aparición de la luz en contraposición a la dominante y perseverante oscuridad. La metáfora de la luz desempeña un papel fundamental en la teología navideña, en tanto que se interpreta el nacimiento de Jesús como la introducción de la luz divina en el mundo para disipar las tinieblas que representan el pecado y la ignorancia: la navidad es, en este sentido, un recordatorio de que incluso en los momentos más terribles, la luz de la fe y de la esperanza no dejan de brillar.
Como habrán podido apreciar, muchas culturas antiguas celebraban el solsticio de invierno como un momento crucial en el ciclo solar, que posteriormente sería traducido por el cristianismo en la idea de renovación y renacimiento, asociado a la estación primaveral mediante la cual brotan las hojas verdes y los frutos de las plantas que venían de ser “maltratadas” por el crudo invierno. Cabe aquí señalar que, si bien los griegos no tuvieron una celebración “equivalente” a la navidad propiamente dicha, sí contaban con celebraciones que hacían referencia a la transición del invierno a la renovación: Dioniso, dios favorito de mis amigos los borrachos, era adorado en festivales que involucraron procesiones, representaciones teatrales comunitarias y banquetes suntuosos. Aunque no está relacionado directamente con el solsticio de invierno, el ritual dionisíaco contaba con la renovación de la esperanza que representa la exaltación de la naturaleza que rebrota y rebosa de vida. Los griegos también contaban con la eleusinas, o los misterios eleusinos, rituales secretos vinculados con la diosa Deméter y su hija Perséfone, explicitados en celebraciones importantes que involucran necesariamente la muerte y el renacimiento en la simbología que representa la desaparición de Perséfone en el Hades y su posterior regreso.
En pocas palabras, queridos lectores, en las palabras previas hemos dejado claramente demostrado que a la navidad no la inventó Coca-Cola. Se trata más bien de una festividad que se ha reformado con los tiempos, pero que perdura a través de los siglos porque sigue representando, a su manera y en cada lugar, un faro de esperanza y amor en medio de la vorágine del consumismo moderno imperante. Lejos de ser realmente una oportunidad para liquidar nuestro salario del mes de noviembre, y en algunos afortunados, el aguinaldo, es un momento crucial para reflexionar sobre el verdadero significado de la vida en sí, el nacimiento de una persona que vino a cambiar la historia en particular, y nuestra oportunidad de pensar si estamos a tiempo de renacer de la monotonía a la que tan fácil nos acostumbramos pero que tanto nos cuesta abandonar.
La navidad trasciende ampliamente la conmemoración histórica del nacimiento de Jesús en un humilde pesebre tras el exilio y la persecución propiciada por Herodes al pueblo judío mediante la amenaza de asesinar a los recién nacidos. Como sostuvo el gran teólogo Karl Rahner, la navidad es el encuentro entre lo humano y lo trascendente mediante la manifestación de la gracia justamente en la fragilidad de la existencia terrenal: se trata, señoras y señores, de un recordatorio exquisito que nos interpreta a pensar en la redención y en el amor incondicional que todos los simples mortales somos dignos de recibir.
Justamente por ello, la navidad nada tiene que ver con la inequidad y el gasto superfluo, sino más bien con la humildad, la compasión y la gratitud que representa el haber nacido en un mundo tan hostil e injusto, pero haber contado con el amor y el cuidado de una familia y una comunidad que se resiste, a su manera, a pensar que todo está perdido. En este sentido, el papel que juega la Virgen María es crucial en tanto que personifica la entrega desinteresada y la aceptación sin condiciones de la voluntad divina que nos permite tener esperanzas en un mundo que pretende convencernos a diario de la imposibilidad de la providencia. Pero la esperanza por sí sola no basta, es necesario sustentarla en una vida abocada a la protección de aquello que más amamos, tomando como referencia a San José como figura primordial del guía terrenal, responsable y cuidadoso que protege lo más sagrado a lo que se puede aspirar en este mundo: la familia. No olvidemos que hasta hace muy poco tiempo, la navidad representaba por excelencia un llamado a fortalecer los lazos familiares, mediante largas mesas repletas de padres, hermanos, tíos, abuelos, niños revoloteando por doquier experimentando algo que en ese entonces era tan común, y ahora que lo hemos perdido, nos damos cuenta que fue excepcional, puesto que, como señaló Juan Pablo II, la familia es un santuario de la vida, el lugar en que la vida entendida como don de Dios toma cuerpo y nos blinda contra las múltiples e incesantes formas de degradación.
Lejos de ser un sanatorio de maternidad de cinco estrellas, el niño Jesús nace en un establo, rodeado de animales, heno y guano, apenas al resguardo de la luz de la estrella que guía a los reyes magos (como vemos, otra vez la referencia a la luz en medio de la oscuridad dominante). Los primeros testigos externos a la Sagrada Familia tampoco fueron celebridades que acumulan millones de seguidores en redes sociales, sino campesinos y pastores sencillos y humildes que aportando lo poco que tenían, brindaban la totalidad de sus riquezas. Con ello se instala una idea fuertísima: los marginados, lejos de ser los abandonados que pasan hambre y frío en nochebuena, son los personajes principales de esta celebración, a quienes se les dio los asientos de primera fila y que, lamentablemente, la historia los ha ido dejando tirados junto a los basureros en la trastienda del teatro de la vida.
Los Reyes, descritos en el Evangelio de Mateo no sólo representan los regalos propios a un rey naciente, sino que traen consigo la diversidad cultural y la sabiduría: no eran propiamente “magos”, sino sabios, astrólogos y estudiosos provenientes de Persia o Babilonia. La presencia de estos extranjeros resalta la importancia de la universalidad que representa la adoración al recién nacido: cuesta encontrar culturas en todos los rincones de este mundo donde la llegada de un bebé al seno de una familia sea interpretado como una desgracia, una tragedia o una mala noticia. Aún hoy, en algunos países, se suele designar al presidente de la nación como padrino del séptimo hijo, indicando con ello que el status social no implica en absoluto el rechazo de un humilde recién nacido.
Quien supo ver con claridad la verdadera celebración de la natividad fue Francisco de Asís, que al contemplar el pesebre percibió la elección divina de hacerse presente exclusivamente en la sencillez y en la pobreza. La manifestación divina no se encuentra en un centro comercial, en un pino de plástico decorado de manera barroca, en manteles con ribetes de oro, candelabros de plata y servilletas de seda, sino en la sencillez del pesebre que describimos precedentemente y en la caridad representada por los pastores y los Reyes por igual. Es una fiesta, sí, pero no una bacanal grecorromana, puesto que se trata de un tiempo de profunda reflexión sobre el significado de la encarnación divina y su revelación a la humanidad, la invitación a participar de la naturaleza divina mediante un llamado permanente de redención a la que todos somos llamados mediante una promesa de salvación que aniquila toda idea de predestinación. El objeto de la navidad es la epifanía del nacimiento, que se presenta como constancia fáctica de un “empezar de nuevo”, y de la asunción con alegría de que no todo está perdido y que siempre estamos a tiempo de vivir con dignidad y autenticidad.
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