Soy creyente desde mi más tierna infancia. Debo reconocer que este sentimiento no me llegó gratuitamente. Lo debo fundamentalmente al interés que tuvieron mis padres por transmitírmelo. De hecho, mis años de párvulo estuve escolarizado en el Colegio de la Presentación de María de Peñarroya-Pueblonuevo, en el que estuve hasta que hice mi primera comunión y del que tengo muy gratos recuerdos de Sor Prudencia, Sor Vicenta y Sor Carmela, unas bondadosas monjas y excelentes profesoras. Las enseñanzas que recibí de ellas me marcaron positivamente para el resto de mi vida.
En mi juventud, ya viviendo en Belmez, tuve la suerte de contactar con Don Enrique Morón Ruiz, un sacerdote que hizo mucho bien por todos los jóvenes, pues nos ayudó a formarnos espiritualmente en la época de cambio de adolescentes a hombres.
En 1962, todavía residiendo en Belmez, tuve el acierto de acudir, en Córdoba, al Cursillo de Cristiandad, en donde se afianzó aún más mi convicción religiosa. Convicción que, gracias a Dios, no me ha abandonado en los cincuenta y tres años que llevo viviendo en la capital.
Hoy, en mi condición de creyente, quisiera, con toda modestia, pero con la misma firmeza, transmitir un mensaje a todos aquellos que no creyeron nunca o que tristemente perdieron la fe. El mensaje, bien sencillo, es el siguiente: Haz lo posible por indagar, y verás que, a medida que avanza la ciencia, más clara está la existencia de Dios. Así lo asegura cada vez más gente, de toda condición, desde el pusilánime al sabio y desde el necesitado al pudiente.
Merece la pena, pues, que te esfuerces en buscarlo. Al hacerlo comprobarás que no existe mejor sensación que la de ser Su amigo. ¡Decídete! Te alegrarás toda tu vida de la decisión tomada. También, podrás ayudar a otros a ir a su encuentro. Y recuerda: ¡Dios paga siempre, el ciento por uno! ¡Ánimo y adelante!
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