Según la Organización Mundial de la Salud, la salud mental es un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad.
Últimamente parece que la literatura ha puesto su foco en donde hace ya mucho tiempo deberían haberlo puesto nuestros políticos.
Parece que las grandes editoriales, con sus miras comerciales y pecuniarias, claro está, han puesto atención en un nicho de negocio que hasta el momento parecía inexplorado o adormecido. Tanto Planeta como PenguinRandom House, han decidido echarse un pulso para ver cuál de las dos se llevaba el gato al agua, creando un mayor nivel de conciencia sobre la salud mental en nuestros días y en nuestros libros.
Dicen los organismos oficiales que, en el mundo, una de cada cuatro personas sufre o sufrirá un trastorno mental a lo largo de su vida. A su vez, las muertes por suicidio han aumentado a nivel mundial y especialmente en nuestro país, donde se ha convertido en la primera causa de muerte no natural en las/os adolescentes.
Además, se ha producido un alto incremento en los problemas psicológicos como la ideación suicida (+244,1%), la ansiedad (+280,6%), la baja autoestima (+212,3%), la depresión/tristeza (+87,7%), los trastornos de alimentación (826,3%), las autolesiones (+246,2%), la agresividad (+124,5%) y el duelo (+24,5%) en niños/as y adolescentes.
Puede que las editoriales aprovechen este empujón para sacar a la luz libros de rabiosa y efímera actualidad como Detrás del ruido, Por si las voces vuelven de Ángel Martín o Un asunto demasiado familiar de Rosa Ribas. Pero es, cuando menos, una iniciativa que le ha dado su parte de visibilidad a un problema que desde los ministerios de la salud pública prefieren ignorar.
El tema de la mente ha sido siempre un asunto peliagudo, complicado y escabroso. Uno puede atajar o al menos calmar el dolor físico, con una simple tirita, un esparadrapo o con una tortilla de pastillas de quimioterapia si fuera preciso. No obstante, el tema del cerebro es otra cosa. ¿Cómo se le pone una tirita a una depresión como las que sufriera Virginia Woolf?
La escritora británica, padeció, según dicen los expertos, una enfermedad hoy día conocida como trastorno bipolar. No sé si después de cada manuscrito le aquejaba alguna de sus crisis al sentir el vacío del proceso literario, pero el caso es que después de una fuerte depresión llegó un momento en que se vio incapaz de trabajar. Tanto es así que, en una última nota escrita a su marido dirá a modo de premonición: «Siento que voy a enloquecer de nuevo. Creo que no podemos pasar otra vez por una de esas épocas terribles. Y no puedo recuperarme esta vez. Comienzo a oír voces, y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece que es lo mejor que puedo hacer (…) No creo que dos personas puedan haber sido más felices de lo que hemos sido tú y yo».
Poco después, el 28 demarzo de 1941 Woolf se suicidó. Se colocó pacientemente su abrigo, probablemente frente a un espejo de estilo victoriano, se fue hacia la orilla reverdecida del rio Ouse, cerca de su hogar, y se llenó los bolsillos de piedras, para acto seguido, lanzarse definitivamente al caudal del rio.
Por su parte, otro de los grandes maestros de la literatura rusa y universal, Fiodor Dostoievski, dejó plasmado en sus inmejorables e inigualables libros las crisis que le abordaban por una propensión del cerebro a generar descargas neuronales excesivas. Según llegó a reconocer el propio novelista, la falta de sueño, el alcohol, el trabajo extenuante o situaciones de alta tensión, eran los claros factores desencadenantes. Los hermanos Karamazov, La patrona o Humillados y ofendidos, son algunos de los magistrales libros donde el autor, que fue condenado a Siberia y posteriormente indultado, relata con la mayor lucidez aquellos momentos de síncopes espasmódicos. Momentos precedentes a las convulsiones que, según sus propias palabras, “a veces había instantes de una felicidad insoportable, aniquiladora, cuando la fuerza vital crece convulsivamente en toda la naturaleza del hombre, cuando un instante auténticamente luminoso resuena triunfal y alegre, alumbrando el pasado y revelando como en un sueño despierto el desconocido porvenir”.
Hay quien en aquella época se atrevió a aconsejar a Dostoievski que podría llegar a curarse si dejara de escribir. Quizá, para el autor de Noches Blancas, la literatura y la escritura fueran su propio psicólogo, su vía de escape ante esa presión que se le acumulaba en el cerebro por todo lo que le rodeaba. Una especie de válvula que dejara escapar la presión del vapor hirviendo, de la misma manera que Fréderic Chopin lo hacía al componer su Fantasía en fa menor, o como Prince cuando rasgaba las cuerdas de su guitarra para dejarnos su maravillosa canción Purple Rain.
Hoy día no vale decir que todo eso no tiene cura, o que es mejor mirar para otro lado, o incluso que se deje de escribir o de componer. Ahora es el momento de que nuestros políticos, en lugar de tanta francachela y marketing que sólo sirve para maquillar su ineptitud, destinen todo ese dinero y su pequeño esfuerzo a ofrecer a cada uno de sus ciudadanos, no ya un gran servicio, sino una sanidad decente enfocada a la salud mental, con un servicio de psicólogos, psiquiatras y neurólogos en los que los pacientes no tengan que esperar de seis a nueve meses para una primera cita médica por la escasa oferta de especialistas a disposición de quien paga los impuestos. Seguro que los ciudadanos sabrán agradecerlo…
Pero, tristemente, como escribió Stefan Zweig en Momentos estelares, «con acertado instinto, como hacen siempre los políticos que quieren el poder, en tanto que no lo tienen aún, buscarán el apoyo del hombre de espíritu, al que después apartarán de su lado con desdén».
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