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La maldad no reside en Dallas

De manera injusta Dallas cuelga el sambenito de ciudad malvada desde hace décadas
Emilio Amezcua
domingo, 10 de julio de 2016, 11:37 h (CET)
Parece que invertir constantemente en nuevos proyectos urbanos, tener abiertos semanalmente más de ciento sesenta museos en la zona metropolitana o trabajar incansablemente en el crecimiento de la industria local de las tecnologías de la información, no son esfuerzos meritorios suficientes para dejar de cargar con una culpa inmerecida. De manera injusta Dallas cuelga el sambenito de ciudad malvada desde hace décadas y los desafortunados hechos acontecidos allí este pasado jueves sanferminero perpetúan el castigo del desprestigio impuesto por muchos ciudadanos de memoria selectiva y recuerdos destructivos que propagan la mala fama y desprecian las virtudes.

La primera cornada recibida por Dallas en su honorable nombre sucedió cuando la muerte sorprendió al presidente JFK en ejercicio de sus funciones presidenciales. En la joven ciudad tejana, Kennedy perdió el sostén de su musculatura, sus órganos de fonación y parte de su masa encefálica en el orden en que los fatales segundo y tercer disparos dirigidos a él impactaron en su valerosa persona. La fuerza con que lucía el sol aquel sombrío viernes de noviembre de 1963 según se aprecia en las filmaciones de la época, empujó inmediatamente a la ciudad de Dallas, ciudad de bien, y a las personas de bien de esa urbe, pero también de otros muchos lugares de nuestro envalentonado y fragmentado planeta, a seguir haciendo todo lo necesario por respetar la integración racial, los derechos civiles, la paz y la justicia sociales. En filosofía platónica aprendemos que el sol, inmutable como la Idea del Bien, proporciona generación, esto es, cambio. Decía el propio Jack Kennedy que “el cambio es ley de vida, pues cualquiera que mire solamente al pasado o al presente se perderá el futuro”. Y menos mal que el terror de los hechos ocurridos en la plaza Dealey de Dallas no interrumpió nuestra convencida apuesta por el futuro, es decir, la convivencia -que no coexistencia- entre culturas. Frente a la segregación y la intolerancia nos hemos dado soluciones basadas en la justicia y la ética, algunas de las cuales estaban ya escritas en obras para niños encontradas en el edificio del depósito de libros escolares que bien pudo leer e interiorizar el perverso Lee Harvey Oswald antes de apretar el gatillo del fusil de cerrojo Carcano desde el sexto piso de la construcción naranja.

El segundo golpe dado al topónimo Dallas vino propinado por una serie de televisión homónima. Sus capítulos entretuvieron a muchas generaciones en los años 1980 con ocasión de las intrigas que se desarrollaban en el seno de la multimillonaria, poderosa e influyente familia Ewing. La infelicidad, la falta de escrúpulos, la avaricia y el ansia de poder y dinero en medio de negocios turbulentos relacionados con las explotaciones petrolífera y ganadera fueron encarnados magistralmente por Larry Hagman en el papel del pérfido J.R. ¿Quién no recuerda aquella frase lapidaria “Eres más malo que J.R.”? Sucede que la caprichosa memoria de bastantes espectadores del célebre serial extiende la villanía y la ambición del dueño de la mansión-rancho Southfork a la idiosincrasia de la ciudad de Dallas, autorepresentándose este lugar como un espacio de ambiente maquiavélico habitado por gentes repulsivas y, sin embargo, masivamente aceptadas por sus seguidores. En la ficción se echan en falta personajes afroamericanos (también latinos) que manifiesten la rica diversidad cultural de la ciudad de Dallas y su ingente trabajo en la redistribución de la renta. El tiempo de rodaje y producción era otro que nada tiene que ver con el que vivimos ahora. Pero para cuando el canal de televisión CBS se decidió por la difusión de la serie, al ayuntamiento de la ciudad de Dallas había accedido ya Anita N. Martínez como trabajadora municipal y, por otra parte, Trini Garza se había convertido en el primer hispano en formar parte de la junta directiva del Distrito Escolar de Dallas, dependiente del Departamento federal de Educación.

La tercera herida penetrante de importancia sufrida por Dallas la conocimos hace escasos días con un resultado de cinco policías muertos, siete agentes de la autoridad heridos y dos civiles también dañados por arma de fuego. Micah Xavier Johnson, el segundo francotirador de Dallas y cruzamos los dedos porque sea el último ahí o en cualquier otro punto de nuestra pequeña geografía global, justificó sus recientes delitos de sangre porque “estaba enfadado con los blancos”, siendo su intención inequívoca “matar blancos, específicamente agentes blancos” por razón de cómo habían actuado algunos policías blancos en las últimas horas dando muerte a ciudadanos negros en sendos abusos de autoridad repugnantes de principio a fin. A quienes pretendan secundar los pasos de Johnson debemos persuadirlos contagiándoles la confianza en el Estado democrático de Derecho. Sabemos que no está libre de defectos, pero nos disciplina y nos proporciona libertad y seguridad jurídicas. Eso es mucho para nosotros. La violencia no debe responderse con violencia aunque la furia se apodere de uno mientras vea imágenes de un episodio real grabado con ayuda de un dispositivo móvil, y el grado de brutalidad desplegada sea tan intenso que incite a ser juez en el asunto. Más vale un juez sujeto a las reglas del Derecho que un juez movido por su estado de ánimo.

La maldad no reside en Dallas, en absoluto. Ni la ciudad tejana se caracteriza por la perversión ni por nada parecido. En la tercera ciudad del Estado de Texas por población imperan la ley, el entendimiento y el afecto. Basta estar al corriente de cómo baptistas y metodistas cooperan entre sí pese a sus diferencias, o saber del cariño profesado al céntrico barrio Pequeño México por la inmensa área metropolitana. El estigma soportado por Dallas carece de justificación. Si las cornadas arriba apuntadas conducen a pensar en una maldad innata de la urbe dallasina, conviene apartarse de esa idea de inmediato concluyendo que ha sido una maldad accidental de esas con que el azar, siempre caprichoso, premia con reiteración sin descubrirnos porqué. O quizás se trate de un papel interpretativo asignado por el teatro de la vida. Siendo así me viene a la cabeza el malvado personaje de Hilly Holbrook desarrollado por Bryce Dallas Howard en la película “Criadas y Señoras”. En el filme, Hilly pisotea la dignidad de su asistenta negra y cuantos son como ella. En la vida, Dallas es enorme en su amor a todo y a todos.

No quiero terminar estas líneas sin apuntar que las tres embestidas punzantes infligidas al nombre de la ciudad de Dallas presentan un común denominador: el desprecio que el ser humano puede proyectar a todo cuanto hay más allá de su estricto espacio personal, en determinadas circunstancias. En un ejercicio de escudriñamiento, los factores que por descomposición llevan a ese común denominador son la infelicidad y el inconformismo de la persona consigo y con el entorno, la autoatribución de poderes reservados por el Estado a las autoridades, y la trasgresión de las elementales normas de convivencia entre iguales. La ciudad de Dallas no tiene de qué avergonzarse. En cambio, nosotros no podemos decir lo mismo a propósito de algunos de nuestros comportamientos, pensamientos, deseos o cualidades. Esforcémonos por ser mejores.

NOTA: Al poco de terminar este artículo de opinión en el que la metáfora del toro cobra un protagonismo especial, me entero de la muerte del torero Víctor Barrio. D.E.P.

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