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Bien hallado, señor Rajoy

Una visita presidencial, la de Obama, tan breve como insulsa
Francisco J. Caparrós
martes, 12 de julio de 2016, 07:45 h (CET)
No es la primera vez que el presidente estadounidense, con un pie más fuera que dentro de la Casa Blanca, visita nuestro país. La anterior, lo hizo cargando con una mochila a la espalda –asegura-, si bien estoy convencido de que entonces le supo mejor la estancia, aunque fuese tan solo por ahorrarse el aburrido ceremonial del protocolo. Entonces, el joven Barack acababa de concluir sus estudios universitarios, o estaba a punto de hacerlo. La democracia todavía no se había instalado en España, pero Francisco Franco tampoco mandaba ya; aunque algunos de sus adláteres, los menos conformes con lo que se avecinaba, tampoco se resignarían a abandonar así como así el sitio de privilegio que habían ocupado en vida del Caudillo.

Me lo imagino caminando por las calles de Madrid junto a su esposa Michel, o tal vez con alguna pareja previa que ni de lejos permitía preludiar ningún compromiso futuro. Acerca de este asunto, es cierto que no se ha pronunciado, pero puestos a lucubrar el tema da para mucha inventiva. Pero como el propio presidente de los Estados Unidos declara, aquellos eran otros tiempos, y su postura ante el poder muy diferente a la de hoy día. De hecho, me gustaría saber si por aquel entonces fue algo más crítico con lo que vio y escuchó por el Madrid de hace ya treinta años, puesto que en esta ocasión se ha limitado a cumplir con el protocolo occidental de dorarle la píldora a los aliados. Él, que no cometió la estupidez de optar por la austeridad como una forma para intentar sacar a su país de la regresión en la que estaba inmerso, sino todo lo contrario, ahora resulta que la política de su homónimo hispano es la repera.

La de banalidades que tiene uno que articular en política para intentar quedar bien con todos. Hasta del insolente Donald Trump, ha tenido que pronunciarse en un tono virtuoso o, en su defecto, morderse la lengua para no llegar a cometer un dislate y verbalizar una opinión políticamente incorrecta e indigna del cargo que ocupa. Eso, a mí no me gusta, qué quieren que les diga.

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De todos es bien sabida, la nula moralidad del presidente del Gobierno y su entorno familiar y político. Pero no es menos conocida su enorme caradura para decir -o hacer- una cosa y la contraria, en menos de un minuto, sin que le salgan los colores. Pero el colmo de la desfachatez le deja con el tafanario al aire cuando censura, sin piedad por los demás, lo que él mismo se permite practicar con frecuencia y avidez.

Ese espejismo que transforma la arena en oro y el eco en voz propia, es el defecto humano por excelencia: invisible para quien la padece, insoportable para quien la sufre. Yo, luego existo. Pero la soberbia no es solo patrimonio de los poderosos; no hace falta ser un líder, un magnate o un intelectual para ejercerla. Se palpa en lo cotidiano, en una conversación cualquiera, con quien sea.

 
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