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La Mona Lisa y el agroecologismo cuqui

La nueva generación de activistas se ha criado escuchando el repetido mensaje de que el mundo se acaba
Ángel José González Herrero
miércoles, 31 de enero de 2024, 10:04 h (CET)

No sé que fue más patético, si el nuevo ataque de dos activistas a 'La Gioconda' o la reacción del servicio de seguridad del Louvre, anteponiendo unos biombos delante de la escena para evitar que se viera y se fotografiara. Tras arrojar sopa de color naranja sobre el famoso cuadro de Miguel Angel, las dos agroecologistas - no es fácil etiquetarlas- gritaron consignas sobre la soberanía alimentaria, alertaron de que "el sistema agrícola está enfermo" y exigieron una "seguridad social alimentaria". 


Ataque Mona Lisa


Más allá de lo noble o justificado que esté o no la causa, estamos delante de un nuevo y lamentable ataque del activismo ecologista usando el arte como palanca mediática. Desde hace un par de años se han producido acciones similares por parte de grupos activistas de nuevo cuño, como entre otras, las de Just Stop Oil en Reino Unido contra 'Los Girasoles' de Van Gogh, la ópera 'La flauta encantada' en la Bastilla de París, o en nuestro con los actos vandálicos de Futuro Vegetal contra La maja desnuda de Goya. 


Son acciones que no suelen ser castigadas - si no hay daño, no hay pena- pero que obtienen eco mediático al tratarse de reconocidas representaciones artísticas. Estos grupos han restado protagonismo a las viejunas campañas ecologistas de las 'ong del sistema' como GreenPeace o Ecologistas en Acción, ya sean en altamar o en fachadas de ministerios o grandes monumentos. A parte de que perdieron originalidad y los medios les hacían cada vez menos caso, el ratio coste beneficio era notablemente inferior en aquellas. No solo el económico, el coste penal también era diferente en aquellas, como en el caso de Director de Greenpeace en 2011, Juan Lopez de Uralde y diez 'cómplices', a los que solicitaron pena de tres años de cárcel para cada uno por irrumpir en una cumbre con una pancarta haciéndose pasar Uralde por jefe de estado.


Aquello fue efectivo, pero no muy inteligente, ya que la broma incluyó allanamiento de morada, falsificación de documentos, suplantación de cargo público y hasta un delito contra la reina de Dinamarca - cargo este que no se imputaba desde antes de la segunda guerra mundial-. Pasó tres semanas en la trena de manera preventiva y estuvo cerca de sufrir una pena mucho más severa.


La nueva estrategia del activismo ecologista


Los nuevos movimientos activistas tienen una estrategia diferente. Se presentan con aparente mayor radicalidad y causas renovadas, aunque se declaran no violentos y promueven un vandalismo de bajo perfil junto a la desobediencia cívica. Encajan bien dentro de algún supuesto de esa nueva categoría de terrorismo -bueno o cuqui- que disculpa el Gobierno de España desde que lo necesita para mantener el poder. Son menos centralizados, buscan ramificarse y dificultar su persecución creando grupos locales con cierta independencia de acción - Futuro Vegetal te motiva a crear tu "propio grupo local" bajo su marca-. Todos comparten un rasgo común: la alerta catastrofista ante el cambio climático, unos más en su vertiente agroalimentaria y otros más en su impacto global, pero todos parten de la misma base. Son los nuevos profetas del fin del mundo.


Creo que ya no hay vuelta atrás. No es posible ya devolverle al ecologismo su vertiente más real y pragmática, la preocupación auténtica por los problemas medioambientales que tenemos y que son muchos. El ecologismo de las pequeñas y medianas cosas, aquellas que perjudican día a día a los ecosistemas locales y que sufrimos todos. Tampoco se puede ya aportar racionalidad al debate sobre el cambio climático, que sin duda existe y es real, pero que hoy parece más una religión que un problema. 


La nueva generación de activistas se ha criado escuchando el repetido mensaje de que el mundo se acaba, un discurso que se convirtió en 'mainstream' desde finales de los 80 y durante los 90 con lo del agujero de ozono. Luego se continuó, con intensidad creciente, con nuevas versiones y profecías sobre el aumento del nivel del mar y su consecuente adiós a las playas y la desaparición de las islas del planeta. La versión más moderna del relato está más centrada en los cambios globales en el clima terrestre y su implicación directa en desastres naturales, en el fin del modelo agroalimentario y en próximas guerras mundiales por el agua, etc.


Esta clase de ecologismo rebelde reclama su derecho a matar a su padre - los Greenpeace y compañía, y a su madre -gobernantes, medios de comunicación y corporaciones económicas y culturales- que nos llevan atizando con el discurso del fin de los tiempos desde hace décadas. Quiere coger el testigo y dar más pasos, que no pueden ser hacia otro destino que no sea el radicalismo y a la irrefrenable y exponencial desconexión con la realidad. Tienen que llamar más la atención y superar el burgués discurso adormecido de los viejos ecologistas que viven de las subvenciones del sistema, que les secuestró el relato y lo oficializó.


Este activismo 2.0 o 3.0 -o no se ya cual- tiene también que adoptar por fuerza rasgos infantiloides de la sociedad que les toca vivir. De ahí quizá sus acciones, que parecen más rabietas de niño pequeño que otra cosa. Son más llorones aún que sus predecesores. Han escogido el arte como campo de batalla por el efectismo y creo que hay algo también de lucha contra la cultura precedente, los marcos clásicos de los que parte nuestra sociedad, que son los que en fondo tratan de romper. Mantengo que en el fondo el ecologismo -el de los niñatos actuales y el de sus padres,- tiene un componente cultural evidente. Se trata. para variar, de ir contra la cultura occidental y el capitalismo, por supuesto.


La seguridad del museo y los biombos


No me gustaría acabar sin referirse siquiera de soslayo a la reacción del servicio seguridad del Louvre, colocando de inmediato los biombos para tapar la escena y a las vándalas de la sopa. No se dirigieron hacia ellas ni con la mirada, no hubo recriminación, ni les tocaron un pelo esta vez. Como esos padres que son incapaces de recriminar a sus hijos cuando molestan a otras mesas en un restaurante y siguen a lo suyo obviando el problema. Solo desplegaron unos biombos -los nuevos escudos con los que defender el ataque en esta guerra cultural- que tenían cerca de la Mona Lisa, como cumpliendo asépticamente algún nuevo protocolo en el que lo único que importa es esconder y censurar el acto, que no llegue a los medios o no dañe los ojos de los visitantes. Ya solo el hecho de tener unos biombos cerca de cada obra emblemática es sintomático de que algo va mal. Y es poco efectivo ya que la escena ha dado la vuelta completa al globo varias veces y desde el minuto uno.

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