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La discreta agonía de la libertad de expresión

Acosada por la censura, la mordaza y, en ocasiones, calificada de odio, está condenada a desaparecer fuera del terreno de la verdad mercantil que ha impuesto el poder dominante
Antonio Lorca Siero
viernes, 2 de febrero de 2024, 09:26 h (CET)

Cuando una doctrina se coloca en la cabecera social, la libertad en términos generales palidece, y, en concreto, la libertad de expresión enfila el camino de la agonía, hasta desaparecer. Hoy, la doctrina, ese conjunto de creencias que se muestran como verdades absolutas, está demasiado presente en la existencia colectiva, por lo que la libertad tiene un oscuro presente y peor futuro. La cuestión es que, si no se pone remedio al incremento de poder de la sinarquía económica dominante, solamente quedará en pie la verdad oficial, que no es otra que el auge del negocio mercantil. Todo lo demás está condenado al silencio y a la exclusión, invocándose la tapadera de las noticias falsas, los bulos y todo aquello que no se muestre en la línea de los intereses del gran capital, en su condición de padre y madre de la doctrina dominante.


Más allá de la pantomima liberal, la existencia real de la libertad de expresión auténtica suele ser molesta, porque siempre hay alguien que discrepa y lleva la contraria a lo convencional. Motivo por el cual, cuando el poder pasa a ser agresivo, como es el caso de las dictaduras, desde siempre, ha procurado utilizar el arma de la censura, cuya función es simplemente tachar lo que resulta inadecuado para sus intereses. Más avanzado para cortar las alas a la libertad de expresión vino a ser la mordaza, es decir, el silencio impuesto por los totalitarismos de corte clásico, que simplemente condenaban a la exclusión, y a algo más, a la disidencia.


Hoy, ambos instrumentos para poner coto a la libertad de expresión se han modernizado. La censura en los medios tradicionales, simplemente se basa en apartar del concierto lo inconveniente para su línea publicitaria, cortando de raíz la posibilidad de darle entrada. Aunque siempre queda a salvo algo de libertad en internet, pero hasta allí llega la larga mano de la doctrina y hace sus travesuras. En cuanto a la mordaza, aunque la libertad de expresión tratara de refugiarse en internet, sus posibilidades de subsistencia son casi nulas, porque para eso están las grandes empresas que manejan el negocio y cuya función en este `punto es silenciar, con discreción o sin ella, cuanto contraviene la doctrina capitalista. De manera que solo subsiste la libertad en el cercado oficial, mientras que la otra libertad de expresión simplemente no existe.


Por si esto no fuera suficiente, la doctrina avanza con tal energía que aspira a tomar posiciones hasta en lo más recóndito del pensamiento humano. La vieja pretensión de instalar microchips —que ahora se trata de poner nuevamente de actualidad— había sido superada, porque en los tiempos de la libertad suena mal. Basta con tener a mano un teléfono inteligente para obtener los mismos resultados. También se había mejorado aquello de la apología del mal, aunque sin perderla de vista.


Avanzando en el proceso de control absoluto de la libertad de expresión, se ha echado mano de un producto del sentimiento humano, al igual que amor, que es el odio; un fenómeno natural que acompaña a la existencia de cualquier persona. El problema es que ese sentimiento, más allá de lo que pudiera ser razonable, ha empezado a ser utilizado como instrumento de represión de la libertad, no solamente cuando trasciende al exterior de la persona, incluso también se avanza en dirección contraria. Tal es así, que se ha impuesto lo que debe ser amado y todo aquello que debe ser odiado; uno y otro, discretamente manejado por intereses mercantiles. De esta manera. está prohibido y es objeto de represión odiar, entendido como disentir de la corriente mandante, porque lo ordena la doctrina en defensa de sus intereses. Está claro que el odio no conduce a parte alguna, es una pérdida de tiempo, crea resentimientos que no conjugan bien con el hedonismo moderno; sin embargo, el problema surge cuando lo que es o no es odio aparece definido conforme a los intereses dominantes. No solo cualquier expresión incómoda para los mandatos de la doctrina se puede interpretar como odio, considerando su maleabilidad, sino que es obligado perseguirla. La utilización del odio, dada su versatilidad, entendido como aquello que no es conforme con la verdad oficial, ha venido a ser el golpe de gracia para una libertad de expresión que se venía desmoronando.


En consecuencia, la libertad de expresión, acosada por la censura, la mordaza y, en ocasiones, calificada de odio, aunque no lo sea, está condenada a desaparecer fuera del terreno de la verdad mercantil que ha impuesto el poder dominante. Hay que expresarse en los términos que este manda, porque todo lo discrepante pasa a ser falsedad y objeto de ostracismo y condena. A la libertad de expresión solo le queda la opción de usar de la libertad de pega que otorga la creencia en el mercado. He aquí el final de la discreta agonía de la libertad de expresión real.

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