Es cierto que las recientes imágenes de sexo explícito que ofreció la televisión, grabadas en las calles adyacentes al mercado de La Boquería de Barcelona, fueron duras, pero es aún mucho más perturbador que todo el problema radique simplemente en preservar la imagen de una sociedad bien aseada y correctamente ataviada. Que las prostitutas más ramplonas se vean obligadas a satisfacer las necesidades de los puteros en oscuros rincones de la calle es lo que al gentío le preocupa. Vamos, que si sus cuerpos semidesnudos sólo se exhibiesen en escaparates, como en el distrito rojo de Ámsterdam, la cuestión podría darse por zanjada.
En fin, nadie parece recordar que estas convictas, en sus días más vacíos y frágiles, fueron saqueadas por los hombres de todos sus enseres, de sus luces íntimas y hasta de la calderilla. Y es que sólo de la existencia femenina parece alimentarse la barbarie masculina. Hay días en las que las mareas se agitan con violencia, no sólo en el mar, sino también en las memorias de las putas tristes de García Márquez. Al final, son ellas las que se quedan solas con su confusión enajenada, con su clamor dolorido, con su diseño de paria y el color fortuito de su sexo.
Hay quien piensa todavía que la prostitución es una realidad natural e inalterable con la que se ha de cohabitar ineludiblemente. Es frecuente escuchar, en este sentido y como razonamiento expositivo, que la prostitución ha existido siempre. Tal aseveración conduce a una discutible conclusión: si la prostitución es algo natural que ha existido siempre, siempre existirá. No es de extrañar, por tanto, que todavía haya partidarios de la reglamentación de la prostitución que consideran que la solución se reduce a inspecciones médicas obligatorias que vigilen el estado de salud de las prostitutas y a acotar espacios específicos para ejercer la prostitución. Los lobbys económicos que se lucran sustanciosamente con este comercio sexual, en el colmo del cinismo, defienden con ardor el control sanitario de las prostitutas, aunque sólo sea para ofertar a los puteros productos sanos, inocuos y limpios. Y por si fuera poco, en otro alarde de desvergüenza, denuncian y luchan contra la competencia desleal que se ejerce en la calle o en locales no habilitados para tal fin, pues consideran que no reúnen las garantías de seriedad, seguridad, limpieza e higiene que estos establecimientos precisan, ni garantizan la calidad de los productos que ofrecen al mercado, que no son otros que cuerpos de mujer para consumo de depravados. Lo que vienen a decir los partidarios de la regulación de la prostitución es que lo censurable no es la prostitución en sí misma, sino la coerción que las obliga a prostituirse y las precarias condiciones en las que se ejerce.
La distinción entre prostitución libre y obligada es una falacia, pues, sea de una u otra manera, el meretricio es una cuestión de género que afecta a todas las mujeres, ejerzan o no la prostitución. Baste para probarlo que la mayoría de personas que ejercen la prostitución son mujeres, la mayoría de las mujeres prostitutas están en situación de exclusión económica y social, la cifra de consumidores masculinos es abrumadora y existe un mercado muy bien organizado de proxenetas.
Cuando se exalta la libertad como elemento determinante del ejercicio respetable de la prostitución, se omiten las condiciones personales, sociales y materiales de la vida que padecen las mujeres, mayormente colocadas en las esquinas de la supervivencia. El hecho relevante es, por tanto, que la prostitución es un hecho perverso per se.
No es casual, sino muy sospechoso, que las mujeres sean las víctimas de la violencia de género, las que sufren la asociación sexista del maleficio de su cuerpo y el pecado de su sexo con un perfume, las que viven relegadas en el espacio doméstico y, además, las que ejercen la prostitución. El género es el denominador común que opera en todas estas degradaciones humanas. Es lógico pensar, por tanto, que la prostitución es una expresión más de la sociedad patriarcal, pues confirma y consolida la definición masculina de las mujeres, cuya función primera es la de estar al servicio sexual de los hombres. Sin duda, la compra de servicios sexuales es una práctica que impide u obstaculiza el estatuto de igualdad entre ambos sexos.
La regulación de la prostitución supone formalizar una demanda de compra de servicios genitales que convierte el cuerpo de la mujer en mercancía legal, en anatomía de catálogo expuesta para el consumo de desaprensivos. Para los puteros, las prostitutas no son mujeres, sino cuerpos femeninos de los que sólo interesa sus características anatómicas y el precio. El putero elige cuerpos entre cuerpos, no entre personas. El mercado de la prostitución supone, pues, un comercio de complexiones anatómicas en el que sólo interesa la longitud de las piernas o el tamaño de las mamas, pero no la persona. Aunque sea duro decirlo, el putero sólo busca una buena relación entre calidad y precio. De hecho, las prostitutas no sólo deben exhibirse semidesnudas para ser elegidas por los consumidores de sexo, sino que a la primera pregunta que deben responder, una vez que han sido elegidas, es ¿cuánto...?
La mujer, con consentimiento o sin él, deviene cuerpo objeto, mercancía destinada a satisfacer la genitalidad masculina. Por tanto, la prostitución es una actividad aberrante concebida para satisfacer las supuestas e hipócritas necesidades naturales e irreprimibles de los hombres. En consecuencia, hay que promover y proveer un mercado con suficientes cuerpos de mujeres y renovar la mercancía cada determinado tiempo. La prostitución no se considera stricto sensu violencia de género, cosa que yo no comparto, pues en la medida en que se cosifica el cuerpo de la mujer con fines comerciales, se violenta su persona. En definitiva, regular el comercio sexual es legitimar la violencia contra las mujeres, por lo que éticamente el objetivo no puede ser otro que la abolición de la prostitución.
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