Cada día añoro más aquella Málaga provinciana en la que se disfrutaba de esa “parafamilia” que formaban los vecinos. Ya apenas queda nada de los viejos barrios malagueños. De las calles adoquinadas, de las “casas-mata”, de las sillas de anea sacadas a la puerta al atardecer, de las verbenas de la Trinidad o el Perchel. De las broncas y los festejos en las casas de vecinos o en los corralones. Todas sus calles se han llenado de mamotretos de muchos pisos, en los que cada vecino intenta conservar su independencia, sin trato con el que vive en otro lugar de la misma casa. El corto contacto en el ascensor, se intenta evitar o, como mucho soslayar, leyendo atentamente las instrucciones del mismo o mirando con atención el celular, a fin de eludir el más mínimo acercamiento al vecino. He intentado rememorar mi paso por las cuatro o cinco viviendas que ocupado a lo largo de mi vida. Aparecen en mi mente aquellos niños con los que jugaba en la calle hasta que era la hora de comer o de cenar. Las madres conversando en las tiendas o en los mercados, los padres tomándose el tinto a la salida del trabajo y el ambiente casi familiar, que nos permitía crear pequeñas comunidades solidarias y cercanas. Los hogares en que me crié, salvo uno que aún permanece erguido, han caído victima de la piqueta y la especulación mobiliaria. Aquellos vecinos, con los que convivimos y crecimos, han desaparecido poco a poco de nuestras vidas y apenas permanecen en nuestro recuerdo. El hogar que ahora habito, se encuentra ubicado en un edificio muy grande, cuyo ascensor compartimos un centenar de personas, de las que apenas conocemos su rostro. Los niños parten a autobús hacia los distintos colegios, donde echan todo el día entre clases y actividades complementarias. Los domingos, todas las familias salen en desbandada, en busca del campo, la playa o el almuerzo en el restaurante de moda. Los jubilados vagamos por unas calles desiertas a la búsqueda de ese centro de mayores, o de un barecito en el que te puedas tomar tu café sin prisa o echar una partidita. Ambos lugares no son rentables.
-“Se trata de barrios de gente joven y no hay muchos mayores”. (Me dijo un político local). Claro que no hay muchos. Se tienen que marchar a la fuerza a residencias donde encuentren alguien con quien hablar. En el entorno de mi domicilio se ubican varios gimnasios, guarderías, centros de belleza, tropecientos restaurantes de todas las nacionalidades, institutos, tatuadores, escuelas profesionales, escuelas de idiomas, ludotecas, etc. Pero ni un rincón donde los mayores puedan echar un rato de conversación o una partidita. Solo “disfrutamos” de unos desangelados bancos de piedra, en medio de unos jardincillos abiertos a los cuatro vientos. Ya no volveremos a ver las sillas de anea en las puertas. Ni siquiera en los pueblos de la costa. Las aceras están invadidas por las terrazas de los bares y restaurantes, carriles bici o patinetas motorizadas. Como mucho encontramos unos toboganes y juegos infantiles, para unos niños que apenas tienen tiempo para usarlos, dada su carga de actividades extraescolares: karate, inglés, violín, balonmano, pintura, baile, piano, psicólogo, foniatra, etc. Apenas les quedan tiempo para ser felices. Quizás los de mi generación también hemos actuado así. Intentando que nuestros hijos fueran algo más que nosotros. Coartando su libertad y su tiempo libre. Si pudiéramos volver atrás les ofreceríamos menos cosas y más tiempo para cultivar la amistad y la vecindad.
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