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Igualdad cuestionada

Ensalzarla sin mesura debiera ser objeto de reflexión antes de lanzar las campanas al vuelo
Antonio Lorca Siero
viernes, 1 de marzo de 2024, 10:02 h (CET)

Entre otros subproductos que viene vendiendo el tan alabado Estado de Derecho, se ha puesto en escena, y progresivamente revalorizado, lo de la igualdad. El hecho es que funciona, al menos, en su calidad de distintivo de una sociedad moderna. De un lado, el eslogan de la igualdad ha adquirido cierto grado de solidez argumental en virtud de la ley y, a veces, de la jurisprudencia. De otro, crea ilusiones económicas, con la vista puesta en el personal raso, pretendiendo incluso hacer extensivo el derecho a la igualdad al plano real, aunque sea como simple falacia propagandista para ganarse el voto de las gentes. Lo decisivo resulta ser que la igualdad es apropiada para crear buen ambiente en el mercado, porque abre la puerta a todos, siempre y cuando dispongan del efectivo metálico conveniente; aunque hoy, conforme avanza el progreso, sirva cualquier instrumento respaldado por dinero de fondo. En el terreno social, hay demasiadas dudas sobre la igualdad; mientras que en el plano de lo público goza de cierta solidez, hasta que la menean los vientos del progreso.


Entendida la igualdad económica como un rótulo progresista con exclusiva función electoral, por contra, la igualdad refugiada en el ámbito legal tiene cierta consistencia, menos cuando se empeña en proteger a los desprotegidos a costa de todos los demás, puesto que genera más desigualdad. Por otro lado, se mueve la igualdad de la justicia, que debiera ser garante de esa igualdad legal, pero no deja de estar afectada por los prejuicios. Todo esto, sin pasar por alto la igualdad política, destinada a fabricar elites ocasionales, es decir, privilegiados. Si la igualdad en la dimensión económica es un mito, que no resiste un mínimo análisis, las leyes que desigualan, una evidencia, lo de la justicia, en el ámbito del desarrollo del proceso, cuestionada, lo de las elites políticas, se trata de un privilegio que pugna abiertamente con la igualdad legal.


Diríase que esto de la igualdad parece estar destinado a que las masas no se alboroten demasiado y crean en la justicia social, especialmente el ciudadano común. No afecta ese criterio a la colección de supuestos desfavorecidos que pasan a ser legalmente privilegiados o los grupos que representan intereses diversos o a las empresas de elevado nivel económico, porque se sitúan más allá de la igualdad. Sin embargo, la desigualdad se pone claramente en evidencia con los que gozan del estatus de elite política, esa que resulta de practicar la democracia de partidos. Aquí la igualdad, ya sin disimulos, se hunde, aunque el Derecho se empeñe en sacarla a flote. De entrada, la condición de elite es un blindaje, incluso jurídico, para los seleccionados, que les diferencia claramente del ciudadano común. El colectivo social se lo traga como una creencia más, porque emana de la autoridad. La ley tiende a ser aplicada con tibieza, porque, aunque queden sujetos al llamado imperio de la ley, el Derecho ofrece escapatorias que no están al alcance de todos, resultando así que, en demasiadas ocasiones, pasan a ser intocables en la práctica. Al menos, hasta que enfilan la pendiente y pierden el favor de sus patrocinadores. Incluso, llegados a tal estado, la aplicación de la ley se suele mostrar más tolerante que con el común de los ciudadanos, probablemente teniendo en cuenta intereses varios y los servicios prestados a unos y otros. De ahí que en este punto ya surjan dudas sobre la igualdad en el terreno de la praxis.


Dotada la elite política de la virtud de transformar el ambiente, aunque el pecinal huela mal, es capaz de convencer al auditorio que despide perfume de marca, simplemente porque despliega ese poder que permite estar en posesión de la verdad oficial. El inmenso valor de esta verdad permite ocultar o destruir las demás verdades, puesto que es la única, la que viene del poder, la voz de la autoridad y, dicho esto, todo lo demás a callar. Ser oráculo de la verdad es una condición preciada, porque sirve de coraza personal frente a la ley de todos y construye ese modelo dominante basado en la desigualdad de clase. Incluso tiene otro valor añadido, que es la capacidad de arrasar con cualquier principio de racionalidad y, en tal estado, es posible hablar de igualdad, mientras se practica la desigualdad. Así resulta que lo que es objeto de represión, cuando se trata del individuo de dimensión inferior, para los situados en el plano superior hay que obviarlo en lo posible —salvo que el asunto en cuestión se desborde —, porque están blindados contra viento y marea. Ante semejante evidencia, incluso a los oficiantes de la ley, en ocasiones, parece que les tiembla el pulso y prefieren dejar lo de la igualdad simplemente en derecho, alejándose de ella en el terreno de los hechos.


Afirmar, aunque sea en el plano propagandístico, que la igualdad es una realidad jurídica absoluta, tal como se suele decir en el ambiente de las sociedades avanzadas, a la vista de lo que se practica, lo de la ensalzar sin mesura la igualdad debiera ser objeto de reflexión antes de lanzar las campanas al vuelo.

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