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Progreso y viceversa

Igual es que, triunfando como especie, estamos próximos a morir de éxito
Juan Antonio Freije Gayo
viernes, 15 de marzo de 2024, 10:22 h (CET)

Se maneja con frecuencia, en el argumentario de cualquier debate con cierto contenido político, el vocablo “progresista”, expelido habitualmente a modo de arma arrojadiza para satisfacción argumental de quien lo esgrime.


El término tiene su origen etimológico, latino, en “progressus”, que designa la acción de moverse hacia adelante. El uso actual viene del pensamiento ilustrado del siglo XVIII, cuya defensa dela razón, la ciencia y la educación, frente al atraso y obscuridad de la fe y la superstición, supuso la entronización de la idea de progreso como impulso de la mejora constante de la sociedad. Esa mejora se fue relacionando, poco a poco, con los avances tecnológicos y, así, la máquina de vapor, la electricidad, más tarde, y la producción en masa se convirtieron en epítome conceptual de ese progreso. Enseguida la noción derivó desde el campo económico y tecnológico al político; así, el liberalismo del XIX encarnó el ideal de cambio frente al atraso de quienes, como la Iglesia en los primeros tiempos, se mostraban contrarios a sus designios. Y, después, dicho progreso se fue identificando con otros elementos, como el avance social y los derechos individuales o colectivos. 


Ejemplo de aquellos que se opusieron a este ideal del progreso fue Donoso Cortés, reaccionario patrio y decimonónico, quien afirmó, en célebre discurso ante las Cortes, aquello de“están ustedes completamente equivocados, el mundo no progresa, retrocede”. Con ello, se sumaba Donoso a la concepción lineal del tiempo, pero entendida de manera inversa, situando la supuesta Edad de Oro al principio, y no al final como lo hacen todos los utopistas (recordemos aquello de “tierra será un paraíso, patria de la humanidad”, en la letra de la Internacional). Se trataba de una variante, a la manera de antípoda, en la interpretación de  la linealidad del devenir, propia, en su versión ortodoxa, del orbe judeocristiano,  y acopiada por los ilustrados con la noción de progreso que aquí glosamos.


Yo creo que sí hemos progresado, y mucho, en los dos o tres últimos siglos; los datos son inapelables en cuanto a nivel y esperanza de vida, si bien buena parte de quienes se dicen progresistas parecen oponerse a muchos de esos avances. Igual es que, triunfando como especie, estamos próximos a morir de éxito, y el asunto del transhumanismo, anunciado por la buena nueva que nos van inoculando, resulta tal vez paradigmático.


No obstante, también es cierto que, alcanzada la edad precisa, como es el caso de quien suscribe, el mundo comienza a ofrecerse declinante y todo parece ir a peor. Es posible que se trate de una percepción acorde con el declive biológico de quien la experimenta. Aunque también podría ocurrir que semejante percepción fuese, al menos en parte, una constatación de la realidad objetiva y de la situación del mundo en estos tiempos.


Sea como sea, poco tiene que ver “progresismo” con “progreso”. Steven Pinker, psicólogo, lingüista y escritor, afirmaba, en una entrevista (EL MUNDO, 23 de octubre de 2017), en relación con el populismo y, en concreto, con el “trumpismo”: “Las instituciones democráticas liberales han sido determinantes en el impresionante progreso de la condición humana. Y esto no se dice lo suficiente. La cultura política e intelectual lo oculta.” Al ser preguntado por la razón de ello respondía: “Porque los progresistas detestan el progreso. Y además hay una equiparación absurda entre el pesimismo y la sofisticación. Los pesimistas son considerados más serios y moralmente superiores. Tienen prestigio intelectual”.


Y añado: ¿Se refiere Pinker a los milenarismos varios del presente? Puede servir, en todo caso, de punto de partida, a modo de terapia intelectual, para una reflexión serena y sin acritud.  Ahí lo dejo.

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