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Perder los papeles

Para volver a encontrarlos
Manuel Montes Cleries
lunes, 8 de abril de 2024, 11:02 h (CET)

No sé lo que me sucede. A cado momento vuelvo sobre mis pasos motivado por la búsqueda de algo que, misteriosamente, ha desaparecido. Gafas, bolígrafos, gorra, tijeras, llaves. Toda una serie de objetos comunes que se ocultan de nuestra vista y nos llevan a jurar en arameo. Termino invocando a San Cucufato, amarrándole determinada zona del cuerpo y esperando el milagro.

     

Lo último que he perdido han sido los papeles. Sí esos documentos que habías guardado celosamente y que, cuando los necesitas, se han esfumado. Revuelves cajones, carpetas, estanterías, archivadores y, sobre todo tus meninges. Habrá que buscar una solución: rehacerlos.

    

El problema surge cuando no se trata de tus propios papeles, sino los de la sociedad. Los dirigentes que parecen que han hecho caso omiso de las rogativas que hacemos los cristianos por ellos, especialmente en la Pascua de Resurrección, siguen tozudamente el criterio de perder los papeles (su cordura) constantemente y “mantenella, no enmendalla”.

    

Aparte de perder los papeles, pierden la dignidad e incluso la vergüenza. Se insultan de una manera despiadada y contestan a cada interpelación con el “y tú más”. Mientan a sus ascendientes, descendientes y toda clase de parientes tachándolos de facinerosos, ladrones, prevaricadores y toda clase de lindezas. Todo ello sin dejar de rasgarse las vestiduras cuando un pobre individuo de a pie dice algo políticamente incorrecto. Estamos perdidos si caemos en ese error.

      

Mi buena noticia de hoy se basa en que cuando perdemos los papeles podemos volver a encontrarlos. En mi caso, pediré duplicados de las facturas extraviadas y “desfaceré el entuerto”. Lo que están liando los parlamentarios no tiene nombre. Ni apenas solución.

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Estamos habituados a tratar con las apariencias, con la natural propensión a complicar las cosas en cuanto pretendemos aclarar los pormenores implicados en el caso. Los pensamientos son ágiles e inestables. Quien los piensa, el pensador o pensadores, representa otra entidad diferente. Y curiosamente, ambos se distinguen del fondo real circundante, este tiene otra urdimbre desde los orígenes a sus evoluciones posteriores.

Dejó escrito Salvador Távora sobre Andalucía que «la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables». No sé si mi interpretación es acertada, pero desde que vi por primera vez su obra maestra, Quejío, en el teatro universitario de Málaga creo que muy poco después de su estreno en 1972, el término adquirió para mí un sentido diferente al que antes tenía.

 
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