He caído en la tentación de hacerme con un libro electrónico. Desde entonces los libros han perdido para mí parte de su encanto. El progreso trae consigo esas secuelas. La falta de espacio me ha obligado a desprenderme de la mayoría de los volúmenes que atesoraba amorosamente desde que tengo uso de razón. Dado que no he podido rematar al gusanillo de la lectura, afortunadamente, mal que bien, he seguido apañándomelas con la consecución de libros en edición digital. Nada que ver con el tacto y el olor de un volumen. Nuevo o viejo. ¡Esa posibilidad de hojearlo volviendo atrás y adelante! ¡Ese mundo maravilloso del altillo de la Librería Denis, en el que Jorge reinaba como experto hacedor! Por suerte he podido volver a las andadas. Poco a poco me voy haciendo de libros. Libros de consulta que compro o saco de las bibliotecas de la UMA. Libros que me permiten indagar en sus tripas, ojear y hojear muchas veces y, si son de mi pertenencia, subrayarlos sutilmente con un lápiz. La buena noticia de hoy, aunque me cueste reconocerlo, estriba en que los nuevos descubrimientos nos permiten acceder a todo un universo de lectura en todos los formatos y en todos los idiomas. Las ediciones digitales se pueden bajar o adquirir con facilidad y a unos precios bastante apañados. He descubierto que, al final, todos somos un poco Quijotes. Los libros llegan a desbordar nuestras mentes y a excitar nuestros deseos de conocer. Bendita locura que nos hace abrir el campo de nuestro conocimiento a través de una pequeña pantalla, lo que nos permite recuperar cuanto se ha escrito en el mundo a lo largo de los tiempos. Pero donde se ponga un libro nuevo, interesante, con olor a imprenta y lleno de cultura o nuevos descubrimientos, que se quiten las pantallas. Lo siento. Son cosas de viejo.
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