Allá por los años sesenta del siglo XX, en el contexto de la España del desarrollismo, publicó Díaz Plaja un ensayo de éxito, titulado “El español y los siete pecados capitales”. Al de la envidia se le dio el papel de intérprete principal. El autor relacionaba, según se desprende de su obra, la aludida pulsión con una supuesta idiosincrasia española y, aunque a simple vista pueda parecerlo, temo que se trata de una índole asaz universal, con los pormenores particulares que le queramos añadir en cada caso.
Sentenció Jacinto Benavente que “siempre anda (la envidia) por el mundo disfrazada y nunca más odiosa como cuando pretende disfrazarse de justicia”. Y ese disfraz al que alude nuestro dramaturgo se manifiesta con frecuencia, como podemos comprobar si rascamos por debajo de las palabras aparentes. Aunque sea en pequeñas porciones, los retales del embozo se aprecian fácilmente.
Nació el cristianismo con lo del camello y el ojo de la aguja, indicado negro sobre blanco en las escrituras, como argumento y remedo de emociones intemporales, presentandoasí un cielo igualador y justiciero. ¿Envidia aderezando el mensaje evangélico? ¿Constituirá ella, tal vez, el motor que agita nuestro mundo? Podría muy bien formar un cuarteto junto con el sexo, la codicia y el odio, que superan con mucho al amor como candidatos a “primus movens”. Y del tronco del cristianismo bebieron, en origen, los igualitarismos contemporáneos. Se trata de una especificidad humana, pues el resto de especies animales, más dependientes del instinto, no odian ni envidian. ¿Puede basarse cualquier proyecto de ingeniería social en el leitmotiv insano de la envidia, que nunca puede ser sana, pues dejaría de serlo mutando en admiración? Tal vez no sea el único, pero comparte, en distintas dosis, el papel de catalizador con otros sentimientos e ideas. Siempre está ahí, entre bastidores, en alguna medida.
Stuart Mill la entendió como“la más antisocial y odiosa de todas las pasiones”. Escribió el liberal chileno Axel Kaiser (El Mercurio, 21-08-2021) sobre “lo curioso que resulta que, siendo la envidia una de las constantes más relevantes de la vida en común, se encuentre ausente del debate político Y así es, porque siempre queda oculta bajo otras consideraciones oratorias o retóricas, quizás por tratarse de una emoción bastante común y vergonzante, nunca reconocida, por otra parte, de manera explícita, pero fermento indudable de muchos discursos y numerosas acciones. Añade Kaiser que, para canalizar esta pasión, han servido las religiones, aplacadoras, en favor de la calma social, de tan peligroso sentimiento, pero también las narrativas o ideologías que, partiendo de la racionalización de la envidia, la utilizan para avanzar agendas de poder. Y no hace falta entrar en detalles.
Todo ello en un maremágnum en el que chapotean las desigualdades sociales, las genéticas y la propia valoración del mérito, tan escurridiza siempre, en gran parte por la dificultad de reconocer u objetivar los méritos ajenos, menos admirados que denostados por la pulsión aquí tratada.
Sospecho que la envidia, como emoción o pasión del alma, existe en proporción constante, e invisible, independientemente de la época, el lugar o el estrato social. Indiferente, pues, al contexto, se trataría de una constante de la estructura y el devenir social, como la luz lo es en la teoría de la relatividad. Da lo mismo España que Australia. No sería, por tanto, un vicio nacional español y ni siquiera un pecado capital, noción ligada al ámbito cerrado de lo religioso. Es sin duda la gran pasión que impulsa a nuestro mundo desde el lado oscuro, tan humano como cualquier otro, en busca de un orden que siempre acaba deviniendo entropía.
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