Hay cosas cómicas que hay que tomar muy en serio. Son gansadas que retratan nuestro mundo. Representan el ombliguismo que nos rodea. El término es magistral: define aquello que cree está en el centro del cuerpo (del universo), sin reparar que su función se volvió inútil hace ya tiempo.
Si movidos por la curiosidad buscamos qué lugar ocupa nuestra música (hoy en día es un valor especial para la cultura), con lo primero que toparemos es con una relación en Wikipedia denominada “Las 100 mejores canciones de todos los tiempos”. Recalcamos: mejores de todos los tiempos. Uno esperará encontrar como mínimo cinco españolas. Sin embargo, la distribución es la siguiente: Estados Unidos, 46; Reino Unido, 36; Australia, 16; Francia, 2; Jamaica, 1. Otro tanto ocurrirá con otras tantas artes o ciencias. No es novedoso, ya se hizo en otros periodos de la Historia. ¿No raspaban los monjes los pergaminos clásicos para reinscribir en ellos sus ortodoxas creencias? Lo peor es que se acepta pasivamente.
Situación patológica
¿Y nos afecta? Sí: es debilitante; sobre todo si se colabora en la manipulación. Refleja una situación patológica. ¿Cómo tener interés por nuestro país si la reproducción de su espíritu es irrelevante o inexistente? Recordemos a Borges como hispanoamericano (algo que según él no existe) y anglófilo: “escribo en español porque respeto demasiado el inglés”. Si no producimos nada interesante nada tiene de particular que como pueblo deleguemos en otros nuestra soberanía pensante. Abducidos por una visión del mundo ajena ¿para qué rebuscar en lo nuestro? Que inventen ellos, decía Unamuno. Quizás era una ironía y se refería ya a las llamadas fake news.
Y no sólo ocurre con la música. Cierto es que esta ha adquirido un carácter totalizante; los músicos son más que eso, son profetas con mítines multitudinarios. Una rockera mejicana decía muy acertadamente que para ella además era un modo de vida. Exacto. Cualquier español conoce a Paul McCartney; dudamos que ocurra lo mismo con Ramón y Cajal. Rebuscando entre personajes históricos no será raro que no aparezcan ni Carlos I ni Felipe II (vaya, nuestro periodo de mayor poder). Sí, Isabel I de Inglaterra. Se dirá: inquina que nos tienen. Puede ser, y muchos de nosotros que colaboramos.
Suprimamos una Historia elaborada por nosotros
Esto ha terminado por desembocar en un gran desinterés por nuestra Historia. No es una asignatura importante en el currículo de los estudiantes no especializados en la materia. Y no es un desconocimiento sólo de datos, sino también de interpretaciones, de perspectivas plurales. Cuando deseamos leer algo distinto recurrimos a los hispanistas. Qué ingenuidad creer que son objetivos e imparciales (¿nos explicarán qué relación hay entre Rio Tinto y el Comité de no intervención?). Qué despiste. En lo que a nosotros se refiere, hojeados numerosos manuales de Historia, descubrimos que en pocos aparecen detalladas la derrota de la Contra Armada inglesa, la Guerra anglo-española, el Tratado de París. El resto reseña fragmentariamente. Uno de los libros más vendidos sobre la Guerra de sucesión española la plantea como una guerra civil (versión muy catalanista que oculta las ambiciones de otras potencias y las múltiples traiciones a sus supuestos aliados, entre ellas Gibraltar y Menorca).
El tratamiento que se le da (a nuestra Historia) no es agradable. Y salvando las excepciones, sufre de unas prácticas reprobables con las cuales es imposible construir una versión coherente. Resulta curioso, porque su lenguaje recurre a un ultrapatriotismo rancio que más que atracción, provoca rechazo.
Dos versiones y una misma escuela goethiana
Esta escuela presenta dos versiones, con un mismo denominador común: la desconexión entre los hechos y sus causas. Una de ellas es asténica y claudicante frente a las críticas, muchas veces injustificadas, que se nos hacen desde fuera. La otra, hiperideologizada, ignora unos hechos y exagera otros. En cierto sentido es una escuela goethiana: “prefiero la injusticia al desorden”. Para esta versión, los males de España se deben principalmente a una minoría desordenada y manipuladora que en nombre de “las masas” ha llevado al país al desorden y de ahí al desastre.
Nos viene el recuerdo de un párrafo de “La verdad sobre el caso Savolta”, de Eduardo Mendoza: “Sólo la hipocresía farisaica y cerril de los espíritus de orden que subordinan la marcha del mundo a la preservación de sus privilegios bastardos a costa de cualquier injusticia y de cualquier sufrimiento ajeno podría escandalizarse o sorprenderse ante los hechos”. Los hechos son la huelga del caso concreto.
La cuestión es que pocas de estas Historias muestran verdadera empatía hacia esa masa que, por el contrario, ha demostrado una larga y reprimida paciencia; que ha sufrido un permanente alejamiento siquiera de los aledaños del poder y del bienestar; que durante siglos soporta toda clase de abusos e injusticias. Una masa señalada unas veces como agente inconsciente de nuestros males y decadencia, otras como elemento culpable (las hordas). Y si la palabra desorden figura con luces rojas en su pensamiento, adquiere tonalidades doradas cuando es el caballo de Pavía el que recurre al desorden, transformado mágicamente en restitución del orden.
Todas esto, es decir, no permitirle figurar para nada en nada; no absolverla (¿recuerdan, la Causa General?) mediante la localización de los verdaderos culpables; infravalorar su labor y potencialidad; no educarla adecuadamente; entontecerla con programas a lo Ama Rosa (¡qué tiempos aquellos!), todo esto, decimos, debería ser el verdadero objeto de nuestra Historia, porque no otra es la verdad. Habría que insistir en lo que los demás vieron, y nosotros todavía no: “España es el país más fuerte del mundo —Bismarck--, lleva siglos intentando destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido”.
Mientras la mayoría de los historiadores foráneos hacen monumentos a la memoria de sus Drakes de turno (incluso si son derrotados en sus correspondientes Contra Armadas), la mayoría de nuestras Historias ocultan tales derrotas e inciden incongruentemente en las nuestras. ¿Qué dependencia tienen de esos extraños para que traspasen culpas, derrotas y éxitos de unos a otros?
La falla principal es la de no resaltar suficientemente quién, durante más de dos milenios, ha dirigido a la nación. Cualquiera diría que durante todo este tiempo hemos estado constituidos en asamblea popular permanente. ¿Es fantasioso decir que la historia de España ha estado dominada por unas minorías de sangre azul o verde (dinero) que controlaban (y controlan) el Estado y su poder? ¿No es esto determinante para hacer el oportuno saldo?
Monopolio de la violencia
Se habla de la violencia de los periodos populares, ocultando que el monopolio de la violencia y de la coacción la tiene un Estado controlado, salvo cortísimos periodos de tiempo, por unas minorías privilegiadas que muchas Historias maquillan pusilanimemente.
Esa supuesta asamblea popular duró poco: el Sexenio Revolucionario y dos años en la II República, ya que el Bienio negro fue un tiempo para deshacer lo avanzado y preparar lo necesario para que todo volviera a su originario orden. Hay que decir, para que no se salga por la tangente de víctima de la parcialidad, que la gestión de esa república tampoco fue brillante en su gestión. Cayó en muchas trampas. No obstante, no se quiere reconocer que no hizo nada especial que no se hiciera en el resto de Europa. Es más, no hubo cambios en profundidad. ¿A qué rasgarse las vestiduras? ¿Acaso hombres como Ausiás Marcha no poseían lo necesario para poner, como hicieron, palos en las ruedas? Por otra parte, es confundir los términos equiparar la república al periodo de guerra inmediatamente posterior al golpe de estado. Y si los equiparamos habrá que evaluar qué tipo de intervención tuvieron países como Alemania, Italia o Portugal (más la siempre olvidada Texaco). O de no intervención, como Inglaterra y Francia, que cobardemente confiaron el control de la no intervención en el Mediterráneo a la flota alemana.
45 años entre la abolición de la esclavitud y la II República,
Se compartimentan los datos y no se relacionan causas, efectos, antecedentes. Por ejemplo, la Segunda República fue proclamada en 1931. ¿En qué año se abolió en España la esclavitud? Una vez más internet nos despista: primero, más visiblemente, dice 4 de julio de 1870. No, en esa fecha se promulgó la “Ley preparatoria o de abolición gradual de la esclavitud”. Subrayamos: preparatoria y gradual. Hubo dos posteriores escalones, uno en 1880, y otro definitivo en 1886, cuando se liberó a los treinta mil esclavos restantes. ¿Cuántos años separan a la Segunda República de la abolición definitiva de la esclavitud? Cuarenta y cinco. Prácticamente el mismo tiempo que llevamos de democracia y que para muchos fue ayer. ¿Se cree sinceramente que no quedaron restos de aquella inhumana mentalidad? ¿Qué pensaba del jornalero el señorito en la jaca? Se hacen monumentos a Cánovas, un esclavista, mientras se regatean a Azaña, sin que la progresía se sulfure. ¿No es esto el esqueleto de un sistema?
40 por ciento de “hordas” analfabetas
Y ese “populacho”, esa “horda”, ¿cómo vivía? ¿No recuerda esa Historia que a los segadores, principalmente en Andalucía, se les ponía en hilera y se iba despidiendo a los que iban quedando atrás, esto de sol a sol? ¿No recuerdan qué comían para tan duros trabajos? ¿Acaso pan y aceitunas, resentimiento y analfabetismo (40 por ciento al llegar la II República)? ¿Qué esperar de un sistema en el que casi la mitad no sabía leer? ¿Estos elementos no son fundamentales? Qué poco valor se le da a que esa II República combatiera a ese 40 por ciento de analfabetismo con la creación, entre 1931 y 1932, de 8.795 escuelas.
Pero el hilo de este trabajo no es la típica dinámica de la mayoría de la Historia española, “el ¡tú!”, sino pedir que se salga de la trampa en las que nos han y hemos metido. ¿Necesitamos mentiras? No, necesitamos equilibrio, y este se obtiene mediante un análisis crítico de las situaciones y, si cabe, del señalamiento de los errores y de las soluciones que debieron aplicarse en su momento. Una Historia que analice objetivamente los hechos y acciones y distribuya las responsabilidades. Necesitamos una escuela para el pasado. Si se ha disfrutado de los privilegios que dimanan del poder, justo es que se arrostre la responsabilidad por haber detentado ese poder. Por otra parte, “dime cómo vives y te diré cuánto mandas”.
Vacío de interés
Pero esta despreocupación por los verdaderos problemas ha llevado a lo que decíamos al principio. El no haber señalado a los culpables, el no haber dado lo suyo a quien corresponda, ha provocado un vacío de interés por el país. Vemos que no hay un solo español insigne en nada (ocultado) y no nos extrañamos ni nos ponemos a investigar si es verdad. Por el contrario, nos lleva a la indiferencia y al conformismo. Será que no valemos nada –se dirá—; si lo dice gente selecta de fuera, más verdad será. Sí, gente selecta que sabe auparse sobre sus mentiras y artimañas.
No querer recordar el pasado puede significar que se puede seguir incidiendo, voluntaria o involuntariamente, en errores similares, No recordarlo es no sanearlo. Cerrar falsamente (es decir, sin hechos) esa herida puede significar gangrenar el presente. ¿Por qué si no nos revuelven aquellos errores van a revolvernos los actuales? No son situaciones iguales, se puede pensar, pero ese gangrenamiento puede deslizarnos hacia situaciones semejantes.
O ponemos la máquina de pensar a funcionar, todos, o podemos ninguna referencia. Su pensamiento se ha “patologizado”. Ha olvidado los desastres del pasado alineándose contra quienes, en tiempos, decía combatir.