El término “laicidad” ha emergido para significar un mutuo respeto entre la Iglesia y el Estado, fundamentado en la autonomía de cada parte. Este concepto se distingue del “laicismo”, que aboga por la exclusión de la influencia religiosa en la vida social, como resultado de un proceso de secularización. A partir de la Ilustración y la ruptura de la unidad religiosa, la separación entre los ámbitos religioso y secular comenzó a configurarse, dando lugar a constituciones democráticas que plasman esta separación.
En el siglo XXI, la atención se ha centrado en la manifestación pública de los símbolos religiosos, como por ejemplo el crucifijo en los lugares públicos. La laicidad, en positivo, puede significar superar las antiguas tensiones entre el poder civil y el religioso, evitando subyugar un aspecto al otro. Ambos ámbitos pertenecen igualmente a la persona en su carácter público. La laicidad así entendida supera el cesaropapismo y responde a la justa autonomía de la esfera civil y de los laicos en el orden político y social, tal como propuso el Concilio Vaticano II en su Decreto sobre la libertad religiosa.
Para los creyentes, se trata de sustituir el sueño de una teocracia por una aspiración de teocentrismo: albergar libremente la luz de Dios en el interior y, con ella, iluminar alrededor, respetando la libertad de los demás. La contribución de las instituciones religiosas al progreso de la humanidad en los campos del derecho, la cultura, los servicios, la ciencia y la tecnología es innegable. Excluir a Dios de estos ámbitos, presentándolo como antagonista del hombre, es olvidar que muchos de estos avances han sido promovidos por cristianos.
Los valores de la Ilustración, como la libertad, la igualdad y la fraternidad, tienen raíces cristianas. Sin estas raíces, no dan frutos: sin referencia al Padre, la fraternidad no se vive plenamente, sino que degenera en una filantropía que a menudo desprecia a los demás. La enseñanza de “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” no es contradictoria, sino una forma de conjugar ambas realidades. La obediencia a la autoridad civil es legítima siempre y cuando no contravenga la obediencia superior debida a Dios.
Es necesario tener valentía para defender la libertad de conciencia frente a los asaltos de los poderes gubernamentales y para denunciar sus faltas cuando transgreden el marco constitucional. No se busca un lugar de privilegio para la Iglesia ni gobernar sobre los asuntos seculares, sino un respeto a la libertad religiosa de cada persona y la capacidad de influir positivamente en la sociedad.
En la historia, se han observado diferentes actitudes hacia los impuestos y la figura del Estado: algunos se oponían a ellos, otros los veían como una alianza de los poderes civil y eclesiástico, y últimamente vemos que hay una carrera política, que entras en una casta donde vives de la política.
Es importante aprender a no tomar parte de ideologías partidistas, sino a estar con la verdad, sin venderse ante los poderosos ni dejarse llevar por el bienestar material, sino poniendo siempre por encima lo que supone la dignidad de la persona, sus ámbitos distintos incluido el espiritual. Ser ciudadanos plenos y comprometidos en la vida económica, profesional y política, y al mismo tiempo ser espirituales, creyentes en una religión, etc.
Por ejemplo, desde la perspectiva cristiana, San Jerónimo señala: «tenéis que dar forzosamente al César la moneda que lleva impresa su imagen; pero vosotros entregad con gusto todo vuestro ser a Dios, porque impresa está en nosotros su imagen y no la del César». A lo largo de la vida, Jesucristo plantea constantemente la cuestión de la elección. Somos nosotros quienes estamos llamados a elegir, y las opciones son claras: vivir desde los valores de este mundo, o vivir desde los valores del Evangelio. La oración, especialmente con la Palabra de Dios, nos descubre lo que Él quiere de nosotros, transformándonos en moradas de Dios, como afirma Tertuliano: «Cristo nos va enseñando cuál era el designio del Padre que Él realizaba en el mundo, y cuál la conducta del hombre para que sea conforme a este mismo designio».
Y lo mismo podemos decir de las demás religiones: participando en la vida demócrata, la religión suma, no resta: encuentra unos espacios comunes para construir una sociedad digna, siempre que haya respeto a los demás, tolerancia, libertad… Así, la laicidad no es un rechazo de la religión, sino un reconocimiento de su lugar propio, y una invitación a vivir en armonía y respeto mutuo entre las esferas civil y religiosa. Esta armonía permite a cada individuo buscar el bien común a través del trabajo, la justicia, y la solidaridad, respetando el modo de ser y la libertad política de cada persona.
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