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Los animales domésticos no son mascotas

No estaría demás revisar cómo nos pensamos a nosotros mismos y, sobre todo, cómo nos vinculamos con la naturaleza
Paula Winkler
sábado, 8 de junio de 2024, 10:30 h (CET)

Por una cuestión de buena fe advierto que mientras escribo esta nota, me encuentro transitando el dolor de haber perdido a mi perrito, después de años de cuidado mutuo (los vínculos desinteresados e incondicionales entre estas personas-no humanas y nosotros deberían ser indiscutibles, pero en el planeta hay demasiado antropocentrismo…).


La filósofa catalana Marta Tafalla, según me comenta una querida amiga, ha trabajado profundamente los derechos de los animales y Vinciane Despret, bióloga y filósofa especialista en pulpos y otras especies no humanas ha analizado de lleno el lenguaje de estas y otras criaturas vivientes en los océanos. En el ámbito de la poética y de la ficción, Jorge Luis Borges nos legó a Beppo – aquel gato de malgenio -, y yo misma inventé a Paratombú, un mestizo santiagueño emigrado a la capital argentina por imperio de su tragedia: a su hermano de ruta lo había atropellado un camión y murió cojo y cansado. En la literatura o fuera de esta, los animales domésticos o “salvajes” tienen alma, sienten.


Una de las viejas acepciones en el diccionario de la RAE de “mascota” es la de “animal de compañía” y otra refiere a “talismán”, si bien habla aquí de cosa. La lengua según el canon suele desarrollarse más lentamente que el habla, lo popular siempre se anticipa a los pregoneros del orden lingüístico y, claro, a los del jurídico. Es lógico que así sea, el caos no siempre se resuelve por sí mismo, y alguna certeza hay que tener para vivir en sociedad. Sin embargo, el tiempo enseña: el habla es receptada al fin en el diccionario y lo propio sucede con la jurisprudencia.


Suelo escribir (y hablar) de lo que experimenté y estudié en vida. No me gusta expresarme por boca de otros. Mi larga experiencia en el Derecho me hizo virar, así, del positivismo kelseniano a la hermenéutica. Es que “decir Derecho”, al decir de Theodor Viehweg, no consiste en aplicar fórmulas. Y mi relación con el lenguaje, en el que todos somos arrojados al existir y no, a la inversa, después de años de leer, asistir a talleres, hacer clínica, publicar libros y estudiar otras disciplinas, me llevó a cuidarme de imposiciones metonímicas, esas etiquetas retóricas tan comunes que estigmatizan a cualquiera, incluidos los animales (salvajes y domésticos). En ambos ámbitos, diría Umberto Eco, no padecí de pereza intelectual. Claro que cada cual hará de su vida (incluida, la académica) lo que pueda y aquello que Dios le mande.


Cuando recibí por legado a “mi” perrito, recuerdo que una vecina lo llamó amablemente “perro”. Yo le insistí en el nombre que le habíamos puesto, agregándole que también los animales poseen dignidad. No me respondió y supongo que no lo haría tampoco ahora: hay personas incapaces de vincularse a un animal, aun cuando supuestamente lo hagan, y bien, con sus congéneres humanos. Digo “supuestamente” porque, en definitiva, a menudo tras la cuestión estética o de “molestia” se esconde alguna indiferencia amorosa, cierta ignorancia o incapacidad de afecto.


Cuando aún no me había tocado convivir con “mi” perrito, yo intuía la cuestión de los derechos de los animales. Había leído poco y nada acerca de la obligación humana respecto de ellos, conocía una ley que sancionaba el maltrato y tal, eso sí. Por un colega administrativista me enteré de que un 10 de marzo de 2015, por ante la Justicia de Buenos Aires, una asociación por los derechos de los animales había interpuesto un amparo a fin de que se liberara del lugar de radicación a Sandra, una orangutana, que entonces no podía desarrollar sus habilidades. Debía tratarse de un santuario razonable y permanecer en un estado real de bienestar, según los veterinarios que la diagnosticaron.


El 21 de octubre del mismo año (el amparo es una acción sumaria, sin perjuicio de las medidas para mejor proveer imprescindibles que requiere el juez, si lo planteado es complejo y viola harto manifiestamente derechos constitucionales, etcétera) la Jueza de Primera Instancia en la Ciudad, Dra. Elena Liberatori, conocida administrativista y mujer de Derecho, decide hacer lugar a la demanda, luego de haber ordenado que informaran expertos y “amigos curiae” sobre la conveniencia plena de relocalizar a la orangutana pues el traslado debía preservar sus capacidades cognitivas y no ser riesgoso. Hasta entonces la ciudad de Buenos Aires no contaba con precedentes. Tampoco, la Justicia nacional de la República Argentina, y la normativa era escueta. Sin embargo, una decisión de la Sala II de la Cámara Federal de Casación Penal, de los Dres. Ledesma, David y Slokar, había expuesto, en una causa de índole y competencia diferentes que: “a partir de una interpretación dinámica y no estática, menester es reconocerle al animal el carácter de sujeto de derechos, pues los sujetos no humanos (animales) son titulares de derechos, por lo que se impone su protección en el ámbito competencial correspondiente”.


Ejemplo éste de jueces que se animan a realizar una interpretación adecuada y contextual de los hechos y el Derecho, en lugar de atarse a fórmulas silogísticas... Pero la decisión de la Dra. Liberatori debía sortear problemas técnicos, por ejemplo la legitimación procesal y la extensión tuitiva a un animal de aquellos derechos altamente reconocidos por entonces sólo a las personas humanas.


Finalmente, cumplidas las medidas e inspecciones oculares necesarias, la Jueza declaró que Sandra es una persona – no humana. Y consiguientemente, nunca una propiedad de nadie. Un viejo adagio del derecho romano reza: “el que puede lo más, puede lo menos”. Por extensión analógica en sentido inverso, si un animal no doméstico no es propiedad humana, tampoco lo es uno doméstico…


¿Qué significa esto? Que un animal cuando convive en un hogar no lo hace como compañía de nadie, léase: no vive para tapar faltas ni evitar excesos psicológicos, reemplazar frustraciones laborales, amorosas o las que fueren. Puede que sea terapéutico, lo que no autoriza a tratos abusivos, que no sólo comprenden el maltrato físico. Los animales, en efecto, no constituyen la prolongación (narcisística) de nadie; deben ser atendidos y garantizarse su bienestar. Sí, recordemos el bienestar, “welfare state”, de aquel Estado, ahora añorado hasta en Escandinavia, aquél que inventaron los humanos con la mejor de las intenciones luego de finalizadas las dos guerras mundiales.


Los animales desde el caso “Sandra” ya no son cosas muebles. ¿Semovientes?, tampoco. Personas - no humanas, con derechos, son esto. Como colofón, a los que piensan aquello de que bastante con que la política se ocupe de los humanos, les digo: quien no tiene empatía ni aprecio hacia el otro y es incapaz de razonar (y sentir) a partir de una posición que no sea la propia, padece de analfabetismo moral. Poco puede exigirle a “la política”. Y, a ciencia cierta, ya sobran en la “civilización” muchos egoístas ilustrados.


Las leyes pueden modificar los fenómenos biológicos y colectivos, en tanto las dictan humanos presuntamente capacitados para comprenderse y entender el mundo. Si todo está mediado por el lenguaje porque en él nacemos, según acertó Martin Heidegger, no estaría demás revisar cómo nos pensamos a nosotros mismos y, sobre todo, cómo nos vinculamos con los animales y la naturaleza. Cómo legislamos, cómo hablamos, cómo escribimos y cómo “hacemos” justicia…


Aunque “mi” Rexito no tenga la celebridad literaria de Beppo y no haya inspirado al Paratombú de algunos relatos que escribí años ha, está en mi corazón. Sé que vela por los míos y que ha sido tratado con ese bienestar tan escaso hoy entre las personas humanas...              

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