Franz Kafka es la mirada profunda, el abismo de unos ojos negros e insondables que nos observan desde el fondo de la angustia sin parpadear. Hay quien dijo que, a su lado, los sufrimientos de Proust parecían cotilleos de portera.
Puede que ahora la moda esté en dar la vuelta a las cosas con el único fin de parecer original. Puede que ahora lo que parezca digno de resaltar para los críticos de profesión sea el humorismo en Kafka. Una risa, dicen, basada en el absurdo y la perplejidad. Puede, también, que todo esto no sea más que una memez cuya única intención es que se hable, no ya del autor nacido en Praga, sino de la iluminada y desveladora originalidad de estos críticos para mostrarnos el camino de una teoría de la que nadie, hasta ahora, se percató. Yo, desde mi conservadurismo por escéptico, desde mi inútil percepción de idear teorías de vanguardia sustentadas en cuatro gestos insignificantes de toda una obra, no puedo, por más que quiero, ver ese humor en Kafka del que tanto se habla ahora. No puedo ver la burla en un relato como La metamorfosis, que, en mi juventud, me consumió de angustia. No puedo entender el chiste o la gracia que hay en un hombre inmóvil que solicita ayuda mientras es picoteado por un buitre, como tampoco puedo hacerme partícipe del juego floral de risas al contemplar el deterioro anémico de una persona que decidió convertirse en artista del hambre. Más bien, lo que todas estas teorías que aluden al humorismo me hacen pensar no es en una forma nueva e inteligente de leer a Kafka, sino en volver al narcisismo y la vanidad de pavo real de algunos críticos. Kafka es la angustia misma, la negra pesadumbre de vivir. La humillación del hombre vapuleado y aplastado por los poderes invisibles que nos rodean y que nos impone la sociedad. Kafka es la fragilidad del ciudadano, la soledad del individuo incapaz de hacer frente a esa incomunicación a la que es sometido cuando se aleja o no acepta las reglas. El ciudadano de Praga, el débil tuberculoso no es más que un triste oficinista de la Assicurazioni Generali que se entregó a la literatura como una vía de escape y como una coraza para vencer la soledad. Si, de alguna manera, este hombre podía sacar fuerzas para seguir soportando esa lúgubre agonía de vivir, no era gracias al humor bufonesco y satírico del que ahora le tildan, era gracias a la indiferencia. A la negación del sobresalto y del susto histérico. Kafka acepta, con indiferencia, verse convertido una mañana en un escarabajo; o sentirse acusado sin cargo alguno por una sociedad y una Justicia que de un día para otro decide hacerle culpable. Ante eso nada se puede hacer. Quizá solo queda refugiarse en la indiferencia, no porque esta haga que desaparezca el dolor y la angustia, sino porque con más o menos éxito atenúa nuestro sufrimiento. Llevo en mi memoria una exposición que visité hace unos cuantos años. Quizá el único recuerdo que me quede de aquella ciudad. Una exposición de Kabakov en el Museo de Arte Contemporáneo de Chicago. Dicho evento me recordó El proceso, de Kafka. Un libro donde el protagonista ni siquiera tenía nombre. Allí, en esa exposición pude sentirme K., el triste oficinista bancario de aquel libro de Franz Kafka. Un cuadro, un simple cuadro que simulaba el paseo tranquilo y sosegado de unas personas me introdujo en el Museo. Sin embargo, bajo ese telón apacible del principio, podía uno imaginarse, aunque no lo viera, unos ojos torvos, una sensación de opresión y de vigilancia oculta. Más adelante, a los pies de otro cuadro similar siete sillas rodeaban un plástico, el cual tenía un agujero en el centro. Un goteo incesante, con el mismo intervalo de tiempo, instilaba en la mente, mediante un proceso casi imperceptible, la sensación de que ya no eras tú quien pensaba. Habían robado tu identidad, tus sentimientos, tus recuerdos, todo. A medida que se avanzaba por la sala, las gotas crecían en número y el ruido aumentaba. No se escuchaba más que un sonido perpetuo, ensordecedor. Ahora, ya no era nadie, era parte de ese trozo de lata golpeado en la fosa abismal de la oscuridad, del silencio ahogado, de la nada. Aquel cuadro que en un principio era apacible y fluido me había introducido de repente, de golpe, en una penumbra de sinrazón, en un aislamiento tétrico y asfixiante donde el tiempo no pasa y la mente desfallece en continua tortura porque todo nos parece condenado al inmovilismo. Y en ese habitáculo, en esa cárcel cada vez más humillante, uno se da cuenta de que, aunque quiera, no puede huir, no puede escapar. Falta el aire y la angustia se masca. Solo queda el reto de aceptarlo y de mostrarse indiferente. Quizá la postura más inteligente para dominar un dolor que nos llevaría a la locura. Al salir de aquella exposición supe que había sentido en mi piel la angustia de todos y cada uno de los personajes de Kafka. Lo sentí en el momento en el que el primer rayo de sol trajo consigo la luz y el aire de la calle. Fuera de aquel lugar me volví a sentir un hombre libre.
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