Relata Kafka, en “La Metamorfosis”, la mutación del protagonista, que se acuesta humano y se levanta convertido en un enorme insecto. Se dice que Kafka entrevé, de esa manera, la venida inminente del totalitarismo, tal vez sin saber de manera exacta de qué se trata, y lo refleja en sus obras. Su entorno familiar y, sobre todo, la condición de funcionario, oficio primordial ligado a cualquier deriva tiránica, favorecen esa suerte de precognición. Semejante clarividencia, si aceptamos tal interpretación, se muestra en su caso con el rostro del absurdo. Resulta plausible, pues tal sensación kafkiana la tiene uno en los últimos años y de manera creciente. Es como un avance de lo ilógico o, más bien, de lo no sensato, de lo irrazonable extendiéndose sin tregua, de la realidad que va tomando, desde este punto de vista, tintes oníricos.
Escribió Hanna Arendt, en “Los orígenes del totalitarismo”, que “los movimientos totalitarios, cada uno en su propio estilo, han hecho todo lo que han podido para desembarazarse de los programas partidistas que especifican un contenido concreto y que heredaron de anteriores fases no totalitarias de su desarrollo”. Asimismo, aseveró que “antes de que los líderes de masas tomen el poder de ajustar la realidad a sus mentiras, su propaganda está marcada por su extremo desprecio por los hechos, como tales, porque, en su opinión, los hechos dependen enteramente del poder del hombre que puede fabricarlos”. Hay, por tanto, un despreció de los datos concretos, desdeñados por un velo de posverdad que los vuelve difusos. Esa es la sensación que a uno le embarga en estos días, la de que la realidad dada y mensurable ya no sirve ni nutre ese espacio común de raciocinio y discusión que, aun con fuertes discrepancias, nos mantenía, sin solipsismo alguno, interrelacionados como habitantes de un único universo, existente al margen de nuestra percepción.
Con todos esos ingredientes se puede tal vez amalgamar una mezcla conceptual que nos ayude a entender lo que está pasando. Para empezar, durante la última década y, sobre todo, durante el último lustro, se ha desencadenado una tormenta perfecta, que aúna miedo, conspiración de las élites y destrucción de la racionalidad imparcial que nos ha permitido discernir entre lo que es admisible y lo que no. Nos queda solo la lealtad emocional propia de los totalitarismos que son y han sido, pues el contenido y el dato, como fuentes de elucubración, ya no importan. Poco a poco, se va extirpando o cancelando a los discrepantes en beneficio de la metamorfosis hacia el insecto que Kafka describía.
La propaganda parece haber muerto, porque ya todo es propaganda, sucesión de frases o párrafos desconectados del raciocinio y repetidos como mantra, según lo que toque en cada momento y en cada espacio del mapa ideológico.
Recuerdo una frase: “como sé que te gusta el arroz con leche, por debajo de la puerta te metí un ladrillo.” Se decía mucho en tiempos, normalmente como reacción frente a la sinrazón o el anacoluto. Me viene a la memoria cada vez que visito las redes sociales, sobre todo aquella que nos viene a la cabeza, la más politizada; es lo que apetece responder en la mayoría de los casos. Se abre por ejemplo un tuit y, al leerlo, es como si faltara algo, como una conclusión sin premisas, como aseveración precocinada que le deja a uno sin ganas de seguir con ello, estupefacto, absurdo como un “belga por Soleares”, siguiendo a Sabina. Y la cosa va a más. La metamorfosis continúa y no se trata, ahora, de un insecto, sino de una nueva índole que nos supone ufanos y contentos con el sectarismo, huérfanos de premisas y ahítos de conclusiones que replicamos, de forma irreflexiva, con un toquecito del dedo lanzándolas al aire digital que nos envuelve.
|